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Paco Mariscal

AL CONTRATAQUE

Paco Mariscal

El perfume humano del crisantemo

Per damunt de la mort, la vida. Así reza el exlibris de Bernat Artola. Bernat está enterrado en el cementerio viejo de San José de Castelló, a escasísimos metros de la margen derecha del Riu Sec. Fallecido en 1958, fue, vecinos, un gran escritor de aquí, local aunque en ningún sentido localista. Discreto y sencillo, se relacionó incluso de forma epistolar, se carteó, con Miguel de Unamuno. De todo ello sabe un montón Lluís Messeguer, entendido en la literatura. Y uno, vecinos, recuerda a Artola las tardes pálidas de otoño, cuando el sol prolonga las sombras de nuestros cerros cercanos en La Plana; cuando llega el suave y humano perfume del crisantemo, de les octubreres, que no son flores originarias del País Valenciano, sino del Extremo Oriente; cuando seguimos, entre los demás pueblos de tradición cristiana, la ancestral costumbre de la visita a los camposantos a rendir homenaje a los antepasados.

Pero desde la memoria de quienes nos precedieron, y a quienes barrió la espantosa Señora de la Guadaña, nos quedamos con la vida por encima de la muerte. Porque no es difícil morir en esta vida, que vivir es más difícil, como cantaba Raimon, aludiendo a un conocido poeta ruso que se suicidó. Y, como es más difícil vivir que morir, viene a colación mostrar unas estampas del vivir de algunos de nuestros conciudadanos a las orillas del Riu Sec de Castelló. Las estampas de Petros, Conchita, Habib, Khaled, Lola, y el Blanquet del Raval. Todos castellonenses, todos de aquí, cristianos y musulmanes y de la raza del cobre gitano. No son personajes ficticios, sino reales, a quienes uno les alteró un pelín el nombre propio, porque siguen el discreto y bíblico aforismo de evitar que «tu mano derecha sepa las buenas acciones de tu mano izquierda».

Integración

Petros es un joven de pelo negro como el azabache, cristiano de obediencia romana y origen sirio, que llegó a Castelló para realizar un máster, poco antes de estallar la tragedia bélica en su país natal. Cuando estalla el conflicto, la muerte y desolación esparcen a su familia por el ancho mundo. Es un muchacho culto que acude a su parroquia de aquí. Toca el piano y el órgano. En la parroquia teclea durante el culto, y tropieza con Conchita, madre de familia numerosa con cinco hijos, mujer de profundas convicciones cristianas, fémina de acción con la bondad en la cara, y camino de los 80. Valenciana, castellonense e hispana, creció por donde el Raval de San Félix. Por Navidad, Conchita invitó al sirio a cenar con el resto de su familia. El mozo acudía con asiduidad afectiva y familiar al domicilio de nuestra dama. Y encontró, bien integrado, un nuevo hogar. Luego, y durante los últimos años, el chico ha seguido el mismo guion biográfico de los jóvenes europeos: en el juego de dados que es el amor y el deseo, se enamora de la muchacha que habita a orillas del Riu de Millars; conviven una temporada juntos; se casan luego, primero por lo civil y luego en la Iglesia como mandan los cánones de los creyentes. Tocó él mismo el órgano durante la ceremonia religiosa. Y Conchita, a quien Petros llama mi nueva madre, fue la madrina.

Una boda presencial además telemática, ya que conectaron los parientes de Petros. Conchita le indicó con humildad a la señora, que había llevado a Petros en el vientre, que «sentía haber ocupado en la boda su sitio». Sin comentario. Es evidente que nuestro nuevo conciudadano sirio procede de una familia de clase media con un más que aceptable nivel cultural. Se integró. Si la pandemia nos lo permite, la próxima semana seguiremos comentando las integraciones de Habib, Kahled, Lola y el Blanquet del Raval, de los de más abajo, socialmente hablando. Historias de quienes no lo tuvieron fácil en la vida, que, a pesar de todo, está por encima de la muerte.

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