Opinión | PUNTO Y APARTE
Barrios
Siempre he sido más de adquirir y arreglar objetos viejos que del olor plastificado de lo nuevo y por eso, quizás, me enamoré enseguida de mi casa, un piso setentero en una finca familiar de tres alturas en una de las zonas antiguas de mi ciudad, ahora en claro proceso de deterioro. No era habitual que alguien joven eligiera antes vivir en un barrio que había sufrido una constante despoblación que en uno de los altos rascacielos blancos que estrenaban el nuevo skyline de una localidad antaño caracterizada por varias iglesias y una torre de origen musulmán. La nómina --como en tantos casos-- mandaba y las opciones se contaban solo con los dedos de una mano. Y no todos.
Tuve suerte, a pesar de esto. El dueño de la finca la había construido para sus propios hijos y contaba con ascensor, terraza comunitaria y unos cimientos levantados sobre materiales de primera. Para que no les faltara de nada. Y desprende cariño. Desde mi amplio balcón se ven los tejados del casco antiguo, unos tejados por los que, desde antaño, caminan, duermen y se reproducen numerosos gatos, dueños absolutos de los misterios que se esconden más allá de donde viven y sueñan los humanos.
Cuando es verano, el barrio se encierra en su asfixiante humedad y no es hasta el anochecer cuando las almas rompen el silencio diurno y se materializan por fin en cuerpos de personas que salen a comprar o a pasear al perro o a arrastrarse hasta la terraza más cercana para refrescarse con algo. En otoño, los más frioleros ponen ya a calentar sus humeantes chimeneas y las calles huelen a leña y a montaña, pese a encontrase a menos de quince minutos del mar en coche.
Agobiante entramado
Pero mi barrio, como muchos otros en grandes ciudades modernas, agoniza. Su agobiante entramado, con patios interiores que se incrustan en las paredes de las viviendas vecinas, sin espacios para plazas, plazoletas o verdes parques; sus decenas de casas de pueblo preciosas a punto de caer, abandonadas por los hijos de los hijos de los hijos de quienes las construyeron y su ausencia total de presencia municipal --aulas culturales, espacios cívicos--, bares y restaurantes dificultan el acceso de gente joven, de familias con hijos pequeños o de personas que requieran una movilidad especial, por poner algunos colectivos.
En mi plaza antes se hacía chocolate. Varias empresas se dedicaban a esta dulce labor y hay quienes todavía recuerdan girar la esquina y dejarse llevar por el sabroso olor del cacao y el azúcar. También hay quien recuerda los carros que entraban en las grandes puertas de madera ahora en ruinas o la pequeña acequia que cruzaba varios callejones hasta llegar al ramal central.
Mi plaza ahora está sembrada de excrementos de perro y se convierte, a menudo, en un aparcadero de coches pese a la prohibición de estacionar. La basura orgánica se mezcla con los enseres que gente sin miramiento abandona fuera del horario establecido y garabatos de mal gusto --que no street art, ojalá-- llenan las paredes de las bellas casas de huerta ahora a punto de caer. Pero aun así, me gusta mi barrio y pienso, en ocasiones, si no me estaré haciendo mayor.
Las personas mayores nunca quieren irse de su casa por muy mal que esté su hogar o por muy solos que se sientan. Aunque haga frío, aunque no esté acondicionada, aunque requiera mil arreglos, nunca se quieren ir. Y a mí me pasa eso con mi barrio, una mezcla entre la calle Melancolía de Sabina, el Carrer Blanc de Raimon y el del medio de los Chichos. Lánguido y tranquilo, sucio y ruidoso, lleno de flores y de basura, luminoso y negro. Como la vida misma.
Periodista
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