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Cristina Giménez García

LA VENTANA DE LA UJI

Cristina Giménez García

Poner fin a las desigualdades, al sida, a las pandemias

La discriminación, en cualquier forma, es uno de los problemas más graves a los que se enfrentan las personas con VIH

El abordaje del VIH-Sida supone un reto tan relevante como complejo, quizá por eso la Organización de Naciones Unidas (ONU) lo ha incluido como una meta concreta de los Objetivos de Desarrollo Sostenible: para 2030, poner fin a la epidemia del SIDA.

Este propósito, dada su dificultad, requeriría un esfuerzo coordinado entre las agencias gubernamentales y la sociedad civil. Sin embargo, como ya ocurrió en otras crisis del pasado, la pandemia del covid-19 nos ha recordado con qué facilidad se relega a un segundo plano el abordaje del VIH. Más todavía, parece que una vez más es necesario que el calendario se acerque al 1 de diciembre, día en que conmemoramos la lucha contra el VIH-Sida, para recordar que todavía existe y reflexionar sobre nuestro papel en la evolución de la epidemia. Claro que, seguramente, si formamos parte de esos 37,7 millones de personas que, según ONUSIDA, han convivido con el VIH en el mundo durante el último año, tendremos más presente todo lo que implica. En cualquier caso, probablemente, el impacto en nuestra calidad de vida sea tan diferente como la propia desigualdad que coexiste con el VIH y otros tantos problemas de salud pública.

En estas cifras, cohabitan personas que tienen acceso a tratamientos antirretrovirales de última generación, bastantes en nuestro entorno, con otras muchas que ni siquiera han tenido la posibilidad de acceder a una prueba de anticuerpos. Según ONUSIDA, algo más de 6 millones de personas no conocían su estado de seropositividad y, en algunas regiones, alrededor de un 30% no tienen acceso a ningún tipo de tratamiento. En otros lugares como España, donde la posibilidad de realizarse dicha prueba de manera anónima y gratuita convive con la desinformación, una falsa probabilidad percibida de infección o el miedo, un 45,9% de los diagnósticos fueron tardíos (Ministerio de Sanidad, 2020). Esto, lógicamente, dificultó su acceso al tratamiento.

Además de estas barreras, el impacto de la epidemia se modula por otras diferencias a nivel social; frente a aquellas personas que tienen la posibilidad de organizarse para luchar sus derechos y alzar su voz, coexisten otras muchas que, incluso a nivel legislativo, tienen menguado un derecho tan básico como cuidar su salud, por motivos de género o identidad afectivo-sexual. A nivel mundial, el 53% de las personas afectadas por el VIH-Sida son mujeres y niñas y, en concreto, las mujeres transgénero tienen una mayor vulnerabilidad ante la infección por VIH, pero también, ante el desarrollo de la misma. Tal y como recuerda la ONU, en 2021, todavía existen países en los que se restringe la libertad de expresión de las personas LGTBI y, en algunos, las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo están castigadas con pena de muerte. Seguramente, esto hace que la estigmatización sufrida y compartida por la mayoría de personas afectadas, sea más compleja si cabe al incluir la desigualdad que multiplica los motivos y la intensidad con la que se sufre la discriminación.

De cualquier modo y en cualquier forma, la discriminación es uno de los problemas más graves a los que se enfrentan las personas con VIH, como consecuencia de un avance desigual en los distintos frentes de abordaje. Así pues, mientras la mejora de los tratamientos farmacológicos ha facilitado que la infección se convierta en un problema crónico, incrementando la calidad de vida física de las personas, el avance de la cobertura sanitaria ha sido muy desigual en función de la región geográfica y el estatus socioeconómico; pero más todavía, se ha enlentecido la disminución del temor y el estigma social hacia el VIH. En consecuencia, todavía es difícil de ver que la infección por VIH despierte un apoyo social tan característico en otras enfermedades.

La mejora de este avance pasa, necesariamente, por un ajuste del conocimiento sobre la infección, la conciencia sobre la multicausalidad de la epidemia y la desculpabilización de las personas seropositivas. Para ello, sería imprescindible incrementar el acceso a unos programas de educación afectivo-sexual inclusivos que permitan afianzar las conductas preventivas y evitar la discriminación. Por supuesto, también sería necesario que las políticas sanitarias no entendieran la salud como un producto del mercado, sino como un derecho básico y fundamental. Todo ello, por descontado, no exime a cada persona de analizar su responsabilidad en el mantenimiento de la pandemia, siendo consecuente con el cuidado de su salud sexual y consciente del papel que puede jugar para erradicar el estigma y facilitar la calidad de vida de las personas afectadas.

Problemas de salud pública como la epidemia del VIH-Sida, moderados por la desigualdad socioeconómica, nos recuerdan la importancia de mirar más allá de las cifras y la explicación unicausal y nos interpelan, directamente, como responsables y, por ende, como parte de la solución. En caso contrario, será más difícil si cabe dirigirnos a esa meta propuesta desde los ODS o desde ONUSIDA este 2021, poner fin a la pandemia y a las desigualdades.

*UJI Hàbitat Saludable

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