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Jose Martí

A FONDO

José Martí

De confinamientos, vacunas y libertades

No estaría de más que dedicáramos estatuas a los inventores de la vacuna de la viruela, la polio, el tifus...

Sí, sí. A mí también me ha llegado. Fue la noche de Nochebuena y casi por compromiso. A la escenografía no le faltaba detalle: chimenea encendida, mesa puesta, viandas preparadas, ternasco al horno, vino descorchado, turrones en la bandeja y familia alrededor. Todo perfecto. El que suscribe tenía una ligera tos, que ni me molestaba, y el profiláctico de mi hijo, fisio del Club Deportivo Castellón y con el antígeno en ristre, lanza la propuesta: «I si fem el test?». Dicho, hecho y todo deshecho. Positivo, caras largas, rostros de preocupación, familia en fuga y yo enclaustrado en la habitación de arriba, donde, todo hay que decirlo, di buena cuenta del ternasco, acompañado de un vaso de buen vino, IGP de Castellón, que siempre se ha dicho que las penas con pan son menos. Una escena que, con alguna que otra diferencia, se habrá dado, estos días navideños en miles de hogares españoles. Después todo ha ido bien, he seguido el confinamiento, como está mandado, no he tenido fiebre y he desarrollado síntomas leves: un ligero resfriado que en otras circunstancias no habría merecido ni cura, ni atención. No he mejorado, porque como, con cierta ironía digo a los que con buen tino me lo desean, siempre he estado bien.

Hasta aquí los hechos, ahora la reflexión, y en toda reflexión lo primero es siempre la pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué una epidemia que tantos muertos ha producido, en otros muchos millones de personas los efectos han sido tan leves? ¿Por qué esa diferencia? Seguro que habrá razones genéticas, fisiológicas que atienden a la especificidad de cada anatomía, pero de una manera más inmediata podemos contestar sin temor a equivocarnos que ha sido la vacunación el elemento decisivo para rebajar la gravedad y letalidad de la epidemia. En mi caso hacía ocho días que me había puesto la tercera dosis y, a buen seguro, esa es la causa de que sufra la epidemia con síntomas tan leves. Las vacunas son y han sido las grandes benefactoras de la humanidad. Nuestras plazas están llenas de estatuas dedicadas a grandes próceres y guerreros, quizá no estaría de más que las dedicáramos a los inventores de la vacuna de la viruela, la polio, la varicela, el sarampión, el tétanos, el tifus, la rubeola, la difteria... por citar sólo a algunas. ¡Cuántos millones y millones de vidas han salvado! ¡Cuánto bien han producido!

Así y todo, como dejó claramente establecido Rafael el Gallo: «Hay gente pa to».ay terraplanistas y hay negacionistas, y por tanto, personas que no quieren vacunarse. ¿Las tenemos que obligar? ¿Supone limitar su libertad imponerles la vacunación? Acudamos a la filosofía y veamos qué dice uno de sus grandes teóricos, defensor de libertades individuales y gran crítico de la «Tiranía de las mayorías»: John Stuart Mill. El pensador inglés en su gran obra Sobre la libertad reflexiona profundamente sobre la interacción entre libertad individual y limitación social. Su defensa del individuo y de la libertad es contundente: «En la parte que concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano». Y no vale, tampoco, ese peligro tan actual del paternalismo estatal cuando el Estado dice que lo hace por nuestro propio bien. En ese punto también es taxativo: «Su propio bien, ya sea físico o moral, no es una garantía suficiente (...) Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y mente, el individuo es soberano». Pueden, dice, aconsejarle, instruirle, persuadirle, expresar su disgusto o desaprobación, pero no obligarle: «El individuo no rinde cuentas a la sociedad por sus acciones, en la medida en que éstas se refieren a los intereses de nadie más que sí mismo». Por tanto, pensará la persona que no quiere vacunarse, si no quiero introducir en mi cuerpo una sustancia extraña no tengo por qué hacerlo. Es una decisión personal que atañe al ejercicio de mi libertad individual. Pero escuchemos al inglés en su integridad, porque con la misma fuerza introduce la «teoría del daño»: «El único propósito para el cual el poder puede ejercerse legítimamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es evitar daños a otros». Si la primera máxima es la defensa de la libertad individual, la segunda es que «para acciones que perjudiquen los intereses de otros, el individuo es responsable y puede estar sujeto a sanciones sociales o legales, si la sociedad opina que una u otra son requisitos para su protección». Y un requisito claro para la protección de la sociedad en su conjunto es la vacunación. Por ende y con Stuart Mill en la mano, sí que estaría justificada una sanción social o legal para aquellas personas que no quieran vacunarse.

*Presidente de la Diputación de Castellón

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