El Periódico Mediterráneo

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Francesc Michavila

Inquietudes de un europeo

Francesc Michavila

Los intelectuales

El término intelectual surgió en Francia como calificativo peyorativo contra aquellos que defendían al capitán Alfred Dreyfus

El año 1898 fue especial. En España, la derrota en la guerra con Estados Unidos y la consiguiente pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, dio pie a un sentimiento generalizado de pesimismo y decadencia, del cual surgió la Generación del 98. Sus integrantes, entre los que se hallaban Unamuno, Valle Inclán, Baroja, Ganivet, nuestro Blasco Ibáñez y Concha Espina, denunciaron las causas de los males sociales: la crisis moral y la corrupción de la política monárquica auspiciada por Cánovas y Sagasta, y su turno fraudulento de alternancia bipartidista en el poder. En Francia, 1898 fue el año cuando Émile Zola publicó en L’Aurore su famosa carta, titulada J’Accuse, dirigida al presidente de la República, Félix Faure, en la que denunciaba las falsedades que se habían empleado en la condena del capitán Alfred Dreyfus. La repercusión del texto de Zola fue enorme en la sociedad francesa y cambió el devenir del llamado Affaire Dreyfus.

La historia que posteriormente dará origen al Affaire Dreyfus se inició en 1894, con el juicio a que fue sometido Dreyfus acusado de traición por espionaje, al haber pasado información confidencial al agregado militar alemán en París, Maximilien von Schwarzkoppen, sobre materiales de artillería que disponía el ejército francés. Con pruebas falseadas, Dreyfus fue condenado a ser deportado para el resto de su vida y expulsado del ejército, por un delito que no había cometido. El verdadero culpable era Ferdinand Walsin Esterhazy, un oficial de buena familia, para cuya vida disoluta y dedicada al juego necesitaba dinero en abundancia. Esa era la razón de que vendiese al agregado alemán los secretos militares.

No fueron las débiles pruebas, pronto se comprobó su manipulación, la causa de la condena, sino el antisemitismo que estaba arraigado en la sociedad francesa de aquel tiempo, y exacerbado en el estado mayor del ejército. Dreyfus era judío, y el odio hacia esa condición era tan visceral que dio lugar a una conspiración en su contra para condenarlo. Cuando su inocencia se hizo evidente, sus enemigos apelaron a la razón de Estado para mantener el castigo.

Pronto la sociedad francesa se dividió en dos bandos: los que consideraban culpable a Alfred Dreyfus y los que se oponían a su condena. En breve dieron lugar a dos colectivos sociales antagónicos. Los anti-Dreyfus eran los más numerosos, y los pro-Dreyfus una pequeña minoría. Unos debatían acaloradamente la justicia de su castigo, otros publicaban artículos, cuando no eran libelos. La tensión se mantuvo durante casi diez años. Desde el principio, Charles Maurras apoyó los ataques al judío Dreyfus, Barrès también. Zola se mostró indiferente, Jean Jaurès, Georges Clemenceau y Léon Blum no alzaron su voz contra quienes le atacaban. Tampoco los judíos, muchos se integraban en la burguesía pudiente francesa, lo defendían.

Al fin, el 10 de diciembre de 1898, tuvo lugar una revisión del Consejo de guerra con la acusación de Esterhazy, pero el resultado no pudo ser más sorprendente: el tribunal, después de solo tres minutos de deliberación, declaró inocente al verdadero culpable. Zola, que había evolucionado desde su indiferencia de cuatro años atrás hasta sentirse completamente involucrado con la inocencia de Dreyfus, explotó, no aguantó más y escribió su pieza maestra, el J’Accuse que figura entre las páginas más destacadas de la literatura de todos los tiempos.

Fue entonces cuando allí nació el término intelectual. Tenía un sentido peyorativo, un calificativo empleado por los enemigos de Dreyfus para insultar a escritores, artistas, profesores o pensadores que lo defendían. Quizás hoy en día pueda resultar sorprendente o chocante, pero así fue cómo y dónde surgió ese término tan empleado en la actualidad. Lo aplicaban los anti-Dreyfus a quienes firmaban la petition pour la révision, lanzada por Zola tras su artículo. Entre otros muchos, la habían suscrito Stephane Mallarmé, Marcel Proust, Anatole France, Henri Poincaré y Claude Monet. Fue entonces cuando Clemenceau publicó tales adhesiones bajo el título Manifeste des intellectuels, cambiando su sentido injurioso por otro noble y elogioso, y añadía que, por «primera vez en un destacado asunto público, los intelectuales intervenían colectivamente y en su propio nombre».

En el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, tuvo lugar una escena que recuerda el relato anterior. Se hallaba Unamuno en uso de la palabra cuando fue interrumpido por Millán Astray con el grito: «¡Muera la inteligencia!», al que replicó José María Pemán diciendo: «¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!», dando paso a las memorables palabras del rector Miguel de Unamuno: «¡Este es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto».

Dos momentos históricos, dos caras de la misma moneda, separados escasamente por 40 años, en los que emergió el valor, trascendente y necesario, de «la organización autónoma de la inteligencia» que reclamaba Jules Romains, los intelectuales organizados para la defensa de causas justas.

Si avanzamos hasta hoy, la voz de los intelectuales debe hacerse oír ante los numerosos problemas que tiene la actual sociedad pendientes de solución. El intelectual está moralmente obligado a «tomar partido hasta mancharse», como decía Gabriel Celaya; a decir «basta» a las arbitrariedades o los abusos de los poderosos. La causa de los humildes define su bando. En una época turbulenta como la actual, no cabe la indiferencia o el silencio de intelectuales y pensadores ante las arbitrariedades, las injusticias o las escandalosas desigualdades acrecentadas porque los que más tienen siguen acaparando mayores riquezas.

En nuestra amada Europa, donde la democracia, la pluralidad, la tolerancia y la paz son los valores fundamentales de la Unión, se necesitan más y más voces libres para cuidarlos y para defenderlos de los fanáticos. Así debe ser con la invasión de Ucrania. Voces comprometidas en preservarlos de cualquier usurpación. No es suficiente con la indiferencia ante quienes los pisotean. Si no lo hiciésemos, acaso, en un día no lejano, ocurriría aquello que denunciaba el dramaturgo alemán Bertolt Brecht en El círculo de tiza caucasiano: después de mirar hacia otro lado cuando no éramos agredidos, luego vendrían a por nosotros para agredirnos.

Sin ataduras, así ha de ser la voz de los intelectuales, libre de condicionantes, para que se corresponda honestamente con su credibilidad. «¡Todo menos dogma!», como dijo Unamuno.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I

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