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Pere Cervantes

AL CONTRATAQUE

Pere Cervantes

El hombre invisible

Un proverbio chino –o lo que viene a ser la jurisprudencia de la vida– nos advierte de que tengamos cuidado con lo que deseamos porque podemos conseguirlo. La cita según cómo se mire es aterradora aunque también entiendo que se pueda convertir en motor de motivación para lograr una meta. En el caso de esta columna créame que tiene más de lo primero.

A veces veo el paso del tiempo como una autopista (espero que prolongada) en la que hay que pagar determinados peajes. El penúltimo de ellos es la vejez, «ese país desconocido» al que alude el escritor Juan José Millás en su último artefacto literario, La muerte contada por un sapiens a un Neanderthal (Editorial Alfaguara) junto al paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga. Millás tampoco deja escapar que para frecuentar ese país hay que tener valor y valentía pero claro, la otra opción, resulta mucho peor. Sería el último peaje a pagar por el uso de esa autopista. Pero hoy querido lector no le voy a hablar de muerte, sino de la vida y sus consecuencias, de esos peajes que resultan ser el hacerse mayor. Hace años que marché de mi querida Barcelona para instalarme en Benicàssim (Castellón), lugar en el que resido desde el año 2005. Con el tiempo, como es normal he hecho amigos y conocidos como son el responsable de las frutería Isabel (lee mis novelas), las dependientas de Casa Mata (buen jamón) o mis queridas amigas Mónica y Celia de la librería Novembre. Todos ellos me saludan al pasar por la calle, es lo que tiene los pueblos.

Así que uno se siente erróneamente un ser visible ante los demás. Pero no nos engañemos, es un error de percepción. La visibilidad a la que me refiero, la verdadera, esa que alimenta el alma y la autoestima, es la que corroboran unos ojos desconocidos que buscan en nuestra mirada un mismo interés. Cuando mujeres u hombres, qué más da, se cruzan a nuestro paso y nos miran de tal manera que hace que uno este seguro de que todavía le queda algo de lo que fue. Si además la mirada viene acompañada de una sonrisa, miel con hojuelas. Y para ello mi ciudad natal es mi principal laboratorio. Recorrer la calle Pelayo, Paseo de Gracia o la Gran Vía y cruzarme con cientos de personas variopintas. Algo que he hecho el pasado fin de semana pisando esos adoquines en forma de flor modernista que me han susurrado al oído «estás en casa».

Sueños de niño

Ha sido en cada uno de esos paseos cuando sin quererlo se ha cumplido uno de mis sueños de niño. Vamos, que he conseguido aquello que he deseado, tal y como advierte el temido proverbio chino anteriormente mencionado. Me he convertido en el hombre invisible. Sí, no se ría, que es asunto serio. Ya no cazo miradas cuando me cruzo con personas que en otro momento de mi vida sí lo hubiera hecho. Nada de nada. A mis cincuenta admito que la gravedad ya empieza a hacer sus primeros estragos en mi físico. Y la gravedad está íntimamente relacionada con la invisibilidad. A mayor presencia de la primera en tu cuerpo más invisible eres. No hay nada qué hacer. Estoy en la autopista del tiempo y este es uno de los peajes que hay que pagar.

Por eso este fin de semana he terminado andando cabizbajo con la atención puesta en los adoquines de Barcelona, sí, los floreados, ellos sí me devuelven la mirada de un tiempo pasado. Así que ya ven, cuando menos me lo esperaba va y me convierto en el hombre invisible. Como decía Baudelaire: «Ya pasó el tiempo de agradar». Malditos deseos de infancia.

Escritor

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