El Periódico Mediterráneo

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Francesc Michavila

La vida a la orilla del Mediterráneo

Pocos momentos son tan placenteros para mi espíritu como aquellos que paso mirando el querido mar, siempre distinto y sugerente

No conozco un lugar mejor donde vivir. Frente al mar Mediterráneo, a su orilla europea más occidental, en las tierras castelloneras donde se asienta ese rincón de la costa preferido por los dioses llamado Benicàssim. Año tras año, circunstancia tras circunstancia, he deseado volver y quedarme de modo definitivo, sin que luego hubiera una posterior partida. Un lugar que hace mágicos mis sentimientos, mi Ítaca irrenunciable, mi tierra prometida. Como discípulo de Ulises que siento ser, más bien soy un modesto aprendiz de su inmensa sabiduría, no renuncio, ni renunciaré en ningún día venidero, al retorno definitivo. La astucia del gran griego, su voluntad indomable marca hoy, y lo ha hecho hasta ahora, mi forma de entender la vida: su ejemplo de tenacidad es el mejor referente para reafirmarme.

Pocos momentos son tan placenteros para mi espíritu como aquellos que paso mirando el querido mar, siempre distinto, siempre sugerente. Mientras su armonioso sonido me arrulla, los deseos de soñar crecen en mi interior y los pensamientos se elevan. Noto cercano el huidizo sentimiento que es la felicidad. Junto a mi amigo marino, a nada más aspiro y me siento en paz conmigo mismo. Los días que vivo a la orilla del Mediterráneo no solo se impregnan de hedonismo en estado puro, sino que, a la vez, la imaginación me trasporta a un mundo mejor, cercano y alcanzable. Tales son mis sentimientos cuando estoy al lado de ese mar con el que me identifico y que tanto quiero.

Semejantes sentimientos no deben esconder una visión acrítica de la vida cotidiana de quienes tienen el privilegio de vivir a esta orilla del Mediterráneo, de simple autocomplacencia. Hay numerosas razones objetivas para considerarse dichosos por habitar un lugar único en el mundo, desde la gastronomía hasta el modo de entender la vida, pero también hay hábitos que corregir o insuficiencias materiales que suplir. Si contraponemos nuestras sociedades mediterráneas con las de otros lares europeos, nos ufanamos de nuestras cálidas relaciones frente a los fríos comportamientos más frecuentes en los ciudadanos del norte; pero nuestro humanismo no debe ignorar el bienestar de los otros europeos --logrado a base de austeridad y laboriosidad--, convertidos en sociedades avanzadas con mayores recursos e infraestructuras.

Un decenio atrás, mi buen amigo Salvador Cabedo, en aquella época director de la Universitat de Majors de la Jaume I, me invitó a pronunciar la conferencia de clausura del curso; al concluir, tomamos una horchata en el Voramar. Allí sentados cara al Mediterráneo me dijo mirando a lo lejos, mar adentro: «¿Te imaginas cómo vinieron por ahí hace más de dos mil años los griegos y los romanos?». Mencionaba mi amigo uno de los hechos cumbres de nuestra historia, que define más que ningún otro nuestro modo de ser. La civilización greco-romana a la que nos debemos y en la que se fundamenta la voluntad unificadora de Europa. Mar Medi Terraneum en latín, en medio de la Tierra, fue como se nombró desde finales de la época romana –junto a su conocida denominación de Mare Nostrum-- a este mar interior del Estado más poderoso de todos los tiempos.

Un mar poblado por miles de islas --solo las griegas superan las dos mil--, donde la diversidad de culturas y pueblos que conviven supera a cuanto ocurre en otros mares. También contrasta el desarrollo y los recursos de los países europeos que viven a su orilla norte con los africanos que habitan en el sur, mucho menos ricos y ajenos a la influencia cultural de griegos y romanos, cuando no enfrentados por los fundamentalismos religiosos. Todos compartimos el Mar Mediterráneo, todos somos mediterráneos, aunque el mar que fuera antaño la vía de comunicación natural entre sus habitantes de ambas orillas, ahora se ha convertido a causa de los conflictos, las guerras y el terrorismo en una frontera cuyo cruce clandestino puede ser mortal.

Durante una estancia en Beirut, pasé horas caminando por su orilla mediterránea sintiendo cómo de similar era la visión del mar desde allí con la que habitualmente contemplaba en Benicàssim. Cómo su vitalismo o su gusto por el buen comer es similar en ambos extremos del mar. Aquel viaje lo realicé con motivo de una petición que me hizo el European Permanent University Forum para que analizase la movilidad de los universitarios entre universidades del norte y del sur del Mediterráneo y sus problemas. La conferencia que pronuncié en la capital del Líbano, punto de partida del encargo que recibí, fue el origen del documento que elaboré titulado La contribution des universités euro-méditerranéennes au progrès social, con la colaboración de varios rectores de universidades emplazadas en torno al Mediterráneo.

Las conclusiones del estudio anticipaban, a propósito de las dificultades que hallaban investigadores y estudiantes de países situados al sur de la Unión Europea para acceder a las universidades mediterráneas europeas, los males que iban a padecer los flujos migratorios en la década siguiente. El remedio de los males crónicos que sufren algunos de sus pueblos ribereños del sur se halla en la educación y en el combate de los fanatismos religiosos que tanto daño, subdesarrollo y miseria han traído a sus habitantes. La educación es libertad, y la ciencia progreso y apertura de las mentes. Ambas unidas representan el más poderoso antídoto liberador del atraso social, económico y cultural.

No obstante, los pueblos del norte del Mediterráneo tienen una deuda con el sur. Durante años, en especial, en el siglo XIX y la primera mitad del XX, la debilidad y el subdesarrollo del sur fueron aprovechados por los europeos, mediterráneos o de más al norte, para explotar y someter a los pobladores del sur: Argelia, Egipto, Marruecos… La lacra del colonialismo con la rapiña de sus riquezas los esquilmó, muchos de sus habitantes fueron convertidos en mano de obra barata, casi esclavos, o en carne de cañón en las contiendas bélicas.

No hay que olvidar esa obligación moral a la hora de analizar las soluciones convenientes para resolver los graves problemas migratorios de estas primeras décadas del siglo, y la eliminación del espantoso mal del terrorismo, que ellos sufren más que nadie.

Así es la vida a la orilla del Mediterráneo, maravillosa o compleja, dulce o difícil.

Rector honorario de la Universitat Jaume I

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