Me gusta el verano, aunque me están jeringando, no poco, los días bochornosos que estamos padeciendo últimamente. Tampoco me entusiasma el hecho de que cuando salgo a cenar, con algunos amigos, nos tropezamos al regreso, con pandillitas de adolescentes que están empinando el codo en los oscuros muretes que bordean la playa. La avaricia con que beben, justifica el que algunos, bastante achispados, lleven encima una turca, una pítima, una curda o una mona… que, en ese menester, nuestro idioma es una fuente inagotable de sinónimos.

Coger una turca es beber vino de raza no bautizado. Así lo refiere Cervantes en su Rinconete y Cortadillo, por la razón de que, obviamente, los islámicos no habían recibido las aguas de cristianar. La misma razón tiene el apelativo curda, tan usado por Valle Inclán en Luces de Bohemia, en referencia al pueblo curdo que mantiene una íntima vecindad geográfica con el SE de Turquía. Tanto es así que a no pocos de los miembros de esta civilización, también se les denominaba turcos, por estos pagos, en los tiempos de Lepanto. Otras fuentes justifican estos apelativos, por la razón de que otomanos y curdos, cuando se saltan el precepto coránico, beben con tanta rapacidad y anhelo, que se embriagan de un modo estrepitoso y vocinglero. La mona, como apelativo de borrachera, Covarrubias dixit, proviene de las monadas o aspavientos que llevan a cabo los ebrios y, por último la pítima viene del latín epithema, o sea una cataplasma compuesta de vino y hierbas, dado que al primero se le otorgan poderes reconfortantes. De aquí que, por ironía, se la sinonimizó como cogorza, melopea o moña… y no acabar.

Cronista oficial de Castelló