El Periódico Mediterráneo

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Carlos Tosca

VIVIR ES SER OTRO

Carlos Tosca

Historias. Cuéntame un cuento

Decía el crítico literario Kenneth Burke que «las historias nos aprovisionan para la vida». A lo largo de un día cualquiera nos rodeamos de ellas casi sin darnos cuenta. Aparecen en nuestra cotidianidad mucho más de lo que en un principio podemos creer. No solo hablo de novelas, películas o series. Me refiero, también, a la anécdota que nos cuentan en la cola de la carnicería, mientras esperamos a que nos corten el cuarto y mitad de jamón, a ese arreglar el mundo acodados en la barra del bar, con el carajillo en una mano y el caliqueño en la otra. Bueno, el cigarro ya no.

Incluso mientras esperamos el verde del semáforo y nos viene a la memoria aquella vez que una antigua novia nos besó por primera vez en esa misma esquina, a unos pocos metros de donde un par de meses después nos abandonaría a los temblorosos 15 años. Porque la memoria, la propia también, ejerce de narrador de historias, a nosotros mismos o a los demás. A veces, estos recuerdos los sacamos afuera, a bregar con la opinión ajena. Entonces varían cada vez que los explicamos, hasta el punto de que algunas viejas anécdotas acaban cambiadas según si logramos con ellas el efecto deseado en los oyentes. Unas cuantas las abandonamos, como ese libro olvidado en la parte de atrás de una estantería, porque parece que a nadie le interesan o no captamos la atención del modo pretendido. Estas corren el peligro de perderse, claro.

Los videojuegos, por ejemplo, no son más que aventuras que protagonizamos en un mundo virtual. Las canciones despiertan resortes que nos retrotraen al pasado, a cuando esa melodía estaba de moda. Y la memoria, ya lo he dicho, no es más que narrarse una vieja aventura.

¿Y el fútbol? Quizá sea un generador de historias. Cuando sea abuelo le contaré a mi nieto que vi jugar a Messi, y a Riquelme. Seguro que se sorprende de este último. Por ello me guardo tres o cuatro anécdotas relativas al displicente medio que vistió unos años de amarillo y a quien pude ver en directo y disfrutar de su peculiar juego.

Me hablaba el otro día mi padre del suyo, de cuando comandó una partida de taladores de pinos en la Seu d’Urgell, allá por los años 50. Un grupo de trabajadores de Cinctorres que se marchó para no regresar en un par de meses. Nada de hoteles, nada de comprar en el Mercadona más cercano tras buscar la ubicación en Google Maps. Partieron con lo puesto, cargados de la comida justa para el tiempo de ausencia previsto. Imagino que llevaban alguna guitarra, alguna bandurria, para cantar y aliviar el frío y la angustia que provoca la lejanía del hogar. Lo que doy por seguro es que, al calor del fuego, se contaban historias. Alguno, quizá Carboner, Joaquín de Cassola o mi propio abuelo, Casimiro, seguro que embaucaban más que cualquier guionista de Netflix.

Lo más vital para su sustento

Le leo esto a mi padre y se ríe, una de esas risas que significan: «No, Carlos». Me cuenta que solo llevaban lo más vital para su sustento y que, al caer el sol, se rendían al cansancio y difícilmente se quedaban despiertos contando nada.

Bueno, da igual, no voy a borrar el párrafo anterior porque al menos ha servido para generar una historia y apoyar, en falso, una tesis que a pesar de todo aún sostengo. Mi otro abuelo, Paco, se sorprendía al verme siempre con la nariz metida en un libro. Me preguntaba qué leía. «La historia de una persona», respondía yo. Él reía: «Todos podríamos contar la historia de nuestra vida». Me daba rabia su desprecio, aunque fuera dicho de modo afable. Ahora que ya no está y han caído miles de libros, me doy cuenta de cuánta razón tenía. Toda.

Editor de La Pajarita Roja

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