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Paco Mariscal

Al contrataque

Paco Mariscal

Horacio desde el Penyagolosa

Deambular por Culla viene a ser lo mismo que recordar La Setena del mismo nombre y buscar la sombra amiga de la Carrasca

Es harto conocido que el Penyagolosa es cima señera de las tierras castellonenses y valencianas, atalaya desde donde se domina una extensión considerable de nuestro territorio desde les Illes Columbretes hasta los campos hermanos de Aragón. Se divisan también los términos municipales de pueblos que durante muchos siglos constituyeron la llamada Setena de Culla: Culla, Benassal, Vistabella, Atzeneta, Torre d’en Besora, Vilar de Canes, Molinell y Benafigos. Tierras que dieron trabajo y sustento a miles de personas.

Eran tierras sembradas de masías, de lo que hoy denominamos población dispersa, que sobrevivía mediante una economía autárquica casi siempre, con la ayuda de la ganadería y, en ocasiones, con el sueldo del jornalero que sacaba la madera del bosque. Las gentes de estos parajes hundían su existencia en su entorno, con un arraigo especial casi religioso. Cuando aludían a ese entorno vital, les faltaba únicamente el término Pachamama con que los indios quechuas de los Andes se refieren a la madre naturaleza que les da cobijo y nutre.

El abuelo Vicent Valesa repetía con frecuencia: «Un arbre és un home». Lo había aprendido de su madre, María, la del Mas del Roig. Y esa aseveración sentimental y filosófica, que no formó parte jamás del aurea dicta o dichos dorados de nuestros clásicos, llegó hasta La Plana de Castelló, de la mano de sus descendientes. La despoblación sopló por la ladera nordeste del macizo del Penyagolosa por donde el Mas de les Xiquetes, desde donde llegaron los Valesa hace algo más de medio siglo.

Aprendimos atentos la frase del desaparecido abuelo Vicent: el árbol y la vida, el hombre y el árbol. La primera reflexión, hace dos o tres décadas, fue como desconcierto: un humilde labriego llegado a Castelló tenía una visión horaciana del árbol y de la naturaleza. Quinto Horacio Flaco, hace 2000 años, nos había enseñado que la naturaleza no es opaca ni muda, que vive y habla en el mundo que nos rodea. Quienes siguieron con provecho sus años escolares, recordarán que de Horacio es el Beatus ille, la oda del feliz que busca el retiro apacible en la naturaleza y abandona el ajetreo cotidiano de los negocios. El paisaje refleja nuestra vida y nuestros estados de ánimo.oraciana, por excelencia, es también El Pi de Formentor, la oda del presbítero mallorquín Miquel Costa i Llobera que popularizó con su música y voz mediterránea y cristalina Maria del Mar Bonet. El pino atiende el grito del águila, ríe y canta con la tormenta desde su peñascal, se eleva en las alturas como debería elevarse el ánimo humano, porque és vida i noble sort. Pero los del Mas de les Xiquetes no habían seguido cursos de literatura clásica en Salamanca. No sabemos si llegaron a oír en la radio el catalano-valenciano-balear de Maria del Mar Bonet, puesto que tenían un valenciano recio como lengua materna. En esas estaba uno ese otro día, mientras, desde la pulcra Culla divisaba, con la mirada en dirección sureste, la ladera del Penyagolosa de los Valesa.

Y deambular por Culla viene a ser lo mismo que recordar La Setena del mismo nombre, y buscar la sombra amiga del monumental Quercus Ilex, encina o Carrasca con mayúscula en el término municipal de esta localidad del Alt Maestrat. La Carrasca varias veces centenaria es un hito en el paisaje y una joya botánica de valencianos, hispanos y gentes de cualquier confín. Un árbol que se ha de conservar como oro en paño, cuando caemos en la cuenta de que durante los últimos 100 años desaparecieron de las Españas el 80% de los árboles monumentales. Que son vida e historia, que son sentir humano. Paraje abrupto y lindo, agreste y de muchos verdes: el verde de la jara y el lentisco, de la retama y el madroño y el cantueso. Aquí es la Carrasca con sus 20 metros de altura y 35 de diámetro, el símbolo de la justicia y la fuerza, el árbol sagrado bajo el cual celebrarían, según la tradición, sus ritos los celtas. Árbol corpulento y enorme de sombra acogedora siempre. Testigo de avatares y sucesos de los seres humanos a quienes alimenta, como al ganado, en tiempos de hambruna y necesidad. Desafía las tempestades y los vientos como El Pi de Formentor; sobrevive a los rayos y las nieves, cuyo peso troncharon algunas de sus ramas; albergó a pastores y rebaños trashumantes, a comerciantes de hielo y carbón, a soldados carlistas, a arrieros y viajeros sin nombre.

También la Carrasca de Culla tiene su poeta y su música. La letra del poema es de Miquel Peris i Segarra, la música de Matilde Salvador. La letra nos describe, con un cierto aire patriótico, la lucha por la supervivencia de la Carrasca a la intemperie; la música de Matilde, como siempre, más que excelente. Horacio no inspiró en su día al ameno y divertido Miquel Peris, pero dejó escrito su poemilla al árbol que surgió entre profundos barrancos, labrados por los ríos Molinell y Montlleó, y donde las simas y cuevas perforadas por el agua nos confirman la belleza del lugar.

Conocer y conservar la Carrasca es tarea de todos: es una superviviente de talas para nuevos pastos, una superviviente del carboneo y de los malditos incendios; es excelencia valenciana y castellonense y nos remite a Horacio.

No se pudo o se supo conservar la Setena de Culla, que agrupaba a los términos municipales que se divisan desde y en las cercanías del Penyagolosa. La Setena, también denominada Comunitat d’herbatge, se ocupó de la explotación de los recursos forestales y de los rebaños desde el siglo XIV hasta finales del siglo XIX. No olvidemos que Cavanilles en el siglo XVIII dejó escrito que estas tierras castellonenses eran tierras de «grandes carrascas y robles». La Setena fue una especie de administración comarcal que regulaba el derecho al pastoreo, nombraba a los vigilantes del monte, prohibía talar árboles, y ordenaba los cultivos del campo. Se ocupaba de la protección de la infraestructura medioambiental y económica, de la que se vivía. Llevaron una política sostenible como dicen, a veces sin conocimiento de causa, los modernos. Exigencias referentes al cuidado del medio ambiente, que hoy nos parecen normales, las encontramos ya en las ordenanzas de aquella institución. No se podían ensuciar las aguas, y después de lavar la ropa se debían limpiar el remanso en el arroyo; los árboles se podaban en invierno y de la forma adecuada. La quema de rastrojos solo podía realizarse de enero a marzo, para evitar incendios. Y así una lista minuciosa que añorarían con seguridad los ecologistas de hoy en día.

El funcionamiento de La Setena fue un portento democrático centenares de años. Vale la pena leer, es de sumo provecho releer, los estudios minuciosos de investigación de Pere-Enric Barreda. Una cierta nostalgia se nos acerca cuando constatamos que La Setena desapareció con las desamortizaciones del XIX. Aunque nos queda la ordenada y renovada Culla; nos queda la Carrasca, y nos queda el ejemplo horaciano del Mas de les Xiquetes.

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