El Periódico Mediterráneo

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Isabel Olmos

PUNTO Y APARTE

Isabel Olmos

Antes la cárcel que estar solo

Hace un tiempo, un amigo mío que se dedica a la psicología me soltó una de esas frases que, como suelo decir, tras escucharla mueven la estructura interna de una. Estábamos hablando, de manera seria y sin trivializar, sobre los beneficios o perjuicios de vivir en soledad. Entre los primeros, sin duda alguna, la libertad de hacer y deshacer en tu entorno más íntimo sin tener que compartir con otra persona espacio privado y decenas de decisiones a lo largo de un día. Entre los segundos, obviamente, el dolor y angustia que se arrastran si, como sucede muy a menudo, esta soledad no solo no es buscada sino consecuencia de hechos inesperados y no deseados de la propia vida. O empieza como algo deseado y acaba como una arena movediza de la cual es imposible salir pese a desgastarse, una y otra vez.

Yo en ese momento vivía sola. Y cuando digo sola, digo absolutamente sola. Por circunstancias, en mi finca --un pequeño edificio familiar de tres alturas y tres viviendas-- solo vivía yo, aunque las otras dos tenían propietario. Pero no vivían en ellas ni la alquilaban. En mi casa, solo estaba yo (mis gatos y mi pareja, que llegaron por este orden, aparecieron después). Y en mi barrio, ahora en auge al estar rehabilitándose decenas de casas de pueblo tradicionales, tampoco habitaba entonces demasiada gente y era así como un poco tristón.

Y entonces lo dijo: «Cada vez estoy más convencido de que la soledad es el acto de violencia más fuerte que puede sufrir un ser humano. Somos seres sociales, tribales, que tejemos redes necesarias de afectos para comunicarnos e interactuar entre nosotros. Solos, no sobrevivimos». A mí, en ese momento concreto de la vida, esta revelación me produjo una revolución interna de magnitudes himalayescas. Yo, periodista, todo el día con gente, hablando, compartiendo, en compañía... ¿vivía en una situación de violencia cuando llegaba a casa como consecuencia de mi soledad auto impuesta?

Todos estos pensamientos y mi travesía por el desierto volvieron a mí con toda su fuerza cuando hace unos días leí una escalofriante noticia de hace un par de años en la BBC (no es de rabiosa actualidad) en la que contaban que los ancianos japoneses estaban robando, sin necesitarlo, cualquier tontería de 20 o 30 euros en tiendas del barrio para presentarse luego ante la policía y acabar en la cárcel. El objetivo: estar alimentados, cuidados y, sobre todo, romper su extrema soledad. Según las autoridades japonesas, este proceso comenzó hace 20 años, pero últimamente el problema es tan llamativo que ha despertado la atención --y preocupación-- de muchos sectores y de los medios de comunicación. ¿Hasta qué punto de deshumanización y empobrecimiento de sus mayores puede llegar una sociedad para que sus ciudadanos prefieran acabar sus días entre rejas pero acompañados que en libertad pero solos?

Aislamiento social en ascenso

Pensiones bajas, alquileres imposibles, comida cara, luz todavía más cara, aislamiento social en ascenso, dificultad para ser auto suficientes y no ser una carga para los hijos son los principales motivos que inducen a dulces ancianas o ancianos japoneses a meterse cosas en los bolsillos y que sea lo que Dios quiera. Habrá quien piense que la realidad japonesa, tan estricta y rígida, tan disciplinada, está muy alejada de nuestro día a día más afectuoso, familiar y comunicativo, pero no lo está tanto. Cajeros imposibles de entender, trámites a años luz de las capacidades de muchas personas y una velocidad que nos arrastra a todos tienen en los más vulnerables sus víctimas centrales. Y hoy puede que sean ellos, pero mañana fijo que seremos nosotros.

Periodista

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