El Periódico Mediterráneo

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Francesc Michavila

INQUIETUDES DE UN EUROPEO

Francesc Michavila

¡Aguanta, corazón!

La unificación europea ha afrontado numerosos avatares con perserverancia, resistencia y firmeza

¡Aguanta, corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más vergonzoso, el día en que el Cíclope de furia incontenible devoraba a mis valerosos compañeros; y tú lo toleraste, hasta que mi astucia nos sacó de la cueva donde nos dábamos por muertos». Así habla Ulises, en el Canto XX de La Odisea cuando, recién acabado su interminable retorno de Troya, reposa disimuladamente en el vestíbulo de su casa mientras urde un plan, él solo contra muchos, para acabar con los intrusos pretendientes a arrebatarle su lugar junto a Penélope y Telémaco.

Un pensamiento semejante viene a mi mente estos días cuando se agrava alguno de los males que padece actualmente nuestra Europa. No faltan paralelismos entre las peripecias del héroe mediterráneo y los avatares que ha seguido la unificación europea. Los vividos en el pasado, los actuales y los que quedan aún en el camino. Perseverancia, resistencia y firmeza en grandes dosis, esa es la medicina que debemos emplear.

Desde hace más de dos siglos, cada vez que se ha pretendido llevar a la práctica la voluntad unificadora de los pueblos europeos, cuyo punto de partida puede situarse en el pensamiento político de Henri de Saint-Simon, no han faltado difíciles obstáculos ni oposiciones radicales. Sin embargo, numerosas voces surgidas en los más variados territorios del Viejo Continente se han ido sumando a la causa europeísta, desde las primeras décadas del diecinueve --los soñadores de la utopía europea proliferaron en ese siglo-- hasta el presente: el genovés Guiseppe Mazzini, la checa Bertha von Suttner, el berlinés Gustav Stresemann, el romano Altiero Spinelli, el francés Jacques Delors, el catalán Marcel·lí Domingo, el belga Paul-Henri Spaak, la sueca Anna Lindh, el alemán Helmut Kohl, el francés François Mitterrand y tantos otros más. Todos ellos dieron vida al movimiento en pos de una Europa unida. Así propiciaron que el momento de la firma del Tratado de Roma en 1957 se hiciese realidad, y la constitución de la Unión Europea, cuya forma actual concretó el Tratado de Maastricht hace 30 años.

No tardaron las corrientes reaccionarias en oponerse, y los nacionalismos populistas culparon de todos sus males a cuanto llegaba de fuera y se posicionaron ferozmente contra el proceso integrador de los europeos. Eran los equivalentes al «Cíclope de furia incontenible» que relata Homero en La Odisea. Dice Kierkegaard, en un Cuaderno de Notas de 1848, que «la vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia adelante»; por ello, no está de más recordar algunos momentos adversos para la causa europea, causados por sus poderosos detractores. En esas épocas oscuras, la fraternidad entre los europeos parecía perdida y la desazón se asemejaba a la que menciona Ulises en el texto inicial.

Así ocurrió ya en 1815, como consecuencia del Congreso de Viena y la parálisis social a que condujeron las políticas del canciller Metternich, enemigo acérrimo de cualquier atisbo modernizador de la Europa gobernada por los vencedores de Napoleón en Waterloo. Una opresión que duró hasta 1848, cuando una corriente liberadora se extendió por la mayoría de los países europeos. Otro grave tropiezo para el europeísmo supuso el inesperado estallido de la primera guerra mundial, con el enfrentamiento devastador entre Francia y Alemania y el final de un periodo feliz, denominado posteriormente como La Belle Époque, e hicieron inviable un proyecto federal para los europeos, según las ideas expuestas por el primer ministro francés Aristide Briand en la Sociedad de Naciones, y apoyado a continuación, unos días antes de su muerte, por el ministro alemán de Asuntos Exteriores, el referido Stresemann. Peor fue aún para los europeístas la debacle siguiente, causada por el totalitarismo y la barbarie en el decenio comprendido entre 1936 y 1945, tras la conquista del poder por diversos regímenes fascistas y nazis.

Retrocesos y avances de la causa europea, debidos a la oposición de fuerzas reaccionarias con la mano en la espada, los primeros, y progresos sustentados en la concordia, los segundos. Un hacer y deshacer bicentenario. Bien puede decirse que en la construcción europea se dan dos pasos hacia adelante seguidos de uno hacia atrás, una y otra vez.

En cada época de retroceso hubo pensadores que lograron que la corriente europeísta superase los malos momentos. Tal fue el caso de Victor Hugo que, en Actes et Paroles, proclamó: «Continuez de marcher, de travailler et de penser. Vous êtes un seul peuple, l’Europe, et vous voulez une seule chose, la Paix». O del austríaco Richard von Coudenhove-Kalergi y su obra Pan-Europa. O del coruñés Salvador de Madariaga. O de Jean Monet y Robert Schuman que, en su texto de 1950 y conocido como Declaración Schuman, afirmaban que «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: será gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho».

¿Por qué el movimiento europeísta no sucumbe a sus reveses, y los ha superado, aunque lentamente? Quizás porque, heredero de las luces de la Ilustración y los principios de la Revolución Francesa, su fuerza se halla en los valores que defiende: la democracia, la libertad, la igualdad, la tolerancia, la pluralidad, el Estado de Derecho, el respeto a la dignidad humana y al que piensa diferente, los derechos humanos… Fuerzas nobles que deben alimentar el espíritu humano.

Respecto a esa dialéctica que ha marcado constantemente la construcción europea, entre la espada y la razón, en una carta que dirigió Napoleón Bonaparte, entre 1806 y 1809, a Louis Fontanes, entonces Grand-maître de la Université imperiale, le decía que «solo hay dos poderes en el mundo, la espada y el espíritu. Entiendo por el espíritu, las instituciones civiles y religiosas. A la larga, la espada siempre es derrotada por el espíritu».

*Hijo Predilecto de Castelló y Rector Honorario de la Universitat Jaume I

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