VIVIR ES SER OTRO

Ajedrez

Carlos Tosca

Carlos Tosca

Adoro este deporte del intelecto que tan pésimamente practico. Me pasa como con el fútbol, que me encanta verlo y me hubiera gustado saber practicarlo, pero era un tuercebotas, un pinchabalones. Aunque al deporte rey hace ya muchos años que no lo insulto con mis nulas habilidades, de tanto en tanto, me da por echar una partidita al de los escaques. Un horror, igual me dejo una torre desprotegida que mi estructura de peones parece un tropel de borrachos a la salida de la discoteca.

Una de las ventajas de las nuevas tecnologías es que puedo jugar por internet en el más absoluto anonimato. No he de buscar un amigo al que también le guste para hacerle perder el tiempo, quiero decir.

Hay muchas facetas de este juego que me resultan alucinantes. ¿Sabían que hay más posibles partidas que moléculas (sí, moléculas) existen en el universo? Eso dicen los matemáticos y los físicos, sin que se sepa a ciencia cierta si esta afirmación es correcta o no; a saber cuántas moléculas existen aunque imagino que el total será similar al número de absurdeces que somos capaces de decir el global de la humanidad en un par de horas. Luego está la leyenda aquella, bastante popular, de los granos de arroz, que doblados en cada casilla del tablero de ajedrez dan una cifra escandalosa, a pesar de que solo son sesenta y cuatro.

Imagínenme a mí sentado delante de una mesa con nada más y nada menos que Magnus Carlsen, el campeón del mundo y considerado el mejor jugador de la historia. Nos daríamos la mano, echaríamos una partida y ganaría yo. No, no voy a hablar de sueños húmedos hoy sino de realidades: en esta escena dispongo en mi mano de una pequeña ayuda: un teléfono móvil, uno normalito de marca china. Sí, los ordenadores ya superan a los humanos de forma apabullante en el ajedrez y nos vencen sin despeinarse los circuitos eléctricos.

Jugando contra Rafa Nadal

Ahora tratemos de pensar en mí jugando a tenis contra Rafa Nadal. Llevo dos raquetas, o le obligo a jugar a él con la mano mala. Resultado, mi derrota sin paliativos. Seis a cero. Le haría algún punto quizá si se despistase riendo debido a mi impericia. Esto es distinto al juego de tablero. En los otros deportes ninguna máquina podría ayudarme.

Bueno, iba a hablar del ajedrez, para homenajearlo y ahora me doy cuenta de que es más interesante hacerlo de las cosas que nos gustan a pesar de que se nos dan mal. Ocurre con frecuencia en el running, las carreras populares. También ese vicio he probado. Y sí, igualmente era un desastre, un corredor de medio pelotón; por mucho que entrenara, que me cuidara, las piernas, el corazón, los pulmones, no daban para más. Pero acababa las carreras satisfecho, casi tanto como cansado.

Pese a que el mundo, la sociedad, nos impone que el resultado es lo que cuenta, reivindico que es más importante el proceso, el camino. Darlo todo enorgullece, lo mismo que ganar. Claro que el vencedor también se ha entregado al máximo y llega a casa dos veces feliz. Pero si salen a correr tres mil personas, venga ya, no me digan que solo uno de ellos va a terminar contento. A la siguiente carrera tomarían la salida cinco, los únicos con opciones de victoria.

Lo mismo debería ocurrir con la literatura, con el arte. Lo mismo debería pasar en la vida, ¿no?

Al hacer lo que nos gusta, nada, nadie, nos obliga, o nos debería obligar, a ser los mejores, ni siquiera a ser buenos. Basta con practicar eso que nos atrae; ejercerlo con tanta intensidad como seamos capaces y volvernos la mejor versión posible de nosotros mismos. Al hacerlo, ya somos campeones. ¡Jaque mate!

Editor de La Pajarita Roja

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