VIVIR ES SER OTRO

Tatuajes

Carlos Tosca

Carlos Tosca

Algunos futbolistas jóvenes ascienden al primer equipo con el cuerpo entero tatuado --o al menos las partes visibles--. Me da que si llegan a campeones del mundo no les va a caber ni un dibujito de la copa. O cuando tengan un hijo van a verse obligados a llamarle Ian, Noa o algo así, corto, para poder tatuárselo, y no Alejandro Leopoldo o Inmaculada Bernardina como les gustaría. Parece que con 19 años ya lo tienen todo hecho.

Bueno, a veces, de alguna manera, es así. A partir de ahí ya todo cuanto hacemos parece menos importante. Los primeros veinte años son los más trascendentes en la vida de cualquiera, cuando más cambios se producen, a todos los niveles, comenzando, claro está, por el físico. Luego, empieza la decadencia; todo se encamina hacia abajo y los esfuerzos se conducen hacia el simple mantenimiento. Es como si fuéramos una máquina a la que le cuesta, más o menos, un par de décadas ponerse a tono y después todo a lo que aspiramos es que las piezas no se desgasten demasiado rápido.

Los indicadores nos muestran que el periodo de formación que necesitamos los humanos lleva un par de generaciones aumentando. Al incrementarse la longevidad gracias al desarrollo tecnológico, también le otorgamos más tiempo al desarrollo. La adolescencia (he escrito por error «dolescencia» y, caramba, creo que encajaría mejor; debería proponérsela a la RAE) se ha estirado, dicen algunos que hasta los 40 años, más o menos. Puede que sea verdad: muchos, entre los que me incluyo, no hemos sido padres hasta alcanzar la cuarta década.

Resulta que ahora con 50, 60 años, uno está en plena madurez. El declive lo dejamos para más adelante, qué sé yo, para pasados los ochenta o por ahí. Afortunadamente, hoy en día cuando muere alguien con setenta y tantos años decimos que es una pena, tan joven. Algo impensable pocas décadas atrás.

Aprendizaje más lento

A mi abuelo Paco, gran amante de los caballos, le fascinaba el hecho de que estos caminaran a los pocos minutos de nacer, mientras que los humanos nos tiramos casi un año gateando hasta erguirnos como toca. Está claro que los cuadrúpedos, que viven un par de décadas, disponen de menos tiempo y deben aprovecharlo al máximo. A nosotros la naturaleza --y los avances científicos, insisto-- nos otorgan más espacio temporal, así que, para compensar, nuestro aprendizaje resulta más lento. Aunque, qué chulo sería poder aprender las cosas con tanta facilidad como los animales. Pero es que nos complicamos mucho la vida. Esto nos pasa por estar arriba del todo de la pirámide alimenticia, ya que supone un alto grado de exigencia que nos obliga a evolucionar constantemente para mantener la privilegiada posición. Y de paso cargarnos el planeta, pero eso es otra cuestión que hoy no toca.

Nos complicamos la vida, sí, pero a veces perdiendo la perspectiva, olvidándonos de lo básico. La alimentación, por ejemplo. Más allá de comer para sobrevivir todo lo demás es superfluo. En la cocina nuestras ganas de marear la perdiz llegan a límites insospechados. Llegamos a elaborar platos con mimo de artistas. Y esto no es malo en sí mismo, solo lo señalo como un signo de los tiempos. De hecho, es algo bueno, que nos distingue y muestra la capacidad humana para llevar a la excelencia cuestiones cotidianas. Yo soy poco cocinitas y mi gusto culinario es bastante básico --eso sí, adoro el sushi--, pero admiro a los que dedican tiempo y esfuerzos por elaborar platos deliciosos.

En fin, qué sería de nosotros si nos limitásemos, como los animales, a los instintos, sin trabajar lo intelectual.

Editor de La Pajarita Roja

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