VIVIR ES SER OTRO

Autocensura

Carlos Tosca

Carlos Tosca

Casi es inútil que las autoridades, al modo en que se ha hecho siempre, nos prohíban hablar de determinados temas o usar algunas palabras. Durante el franquismo muchos escritores debían componérselas con los censores. Resultaba un problema solo relativo, para empezar porque la inteligencia de los autores de los textos superaba con creces la de aquellos que se encargaban de coartar su libertad. Es paradigmático el asunto de la publicación de la excelente Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. A los censores les preocupaba más términos como «muslos» o «pechos» que la carga política, ideológica, que contenía la novela (donde, por cierto, si se lee con un mínimo de atención, zurra a diestra y siniestra, no solo hacia un lado; quizá por ello su autor jamás alcanzó en vida la consideración que hubiese merecido por sus cualidades artísticas) o que se hablase del «fino bigotito del alférez provisional». Hoy estas, digámoslo así, nimiedades y mojigaterías han desaparecido y se puede llamar «pecho» al «pecho» y nadie viene a tachárnoslo.

A prohibirlo no, pero a censurarlo sí. Levantar polémica es muy fácil porque pongas lo que pongas vas a ofender —a veces incluso sin quererlo— a alguien. Digas lo que digas es casi imposible que dejes de irritar a un colectivo. Igual este texto, por ejemplo, molesta a los que niegan la existencia de la autocensura.

Porque sí, hemos pasado del censor metido en su cuarto oscuro, ceñudo, con un boli rojo en la mano, al «ofendidito» de internet. Quizá un chaval joven, saludable, inteligente y socialmente integrado, pero que se dedica, de tanto en tanto, a enmendar la plana a quienes expresan una opinión en las redes sociales divergente al famoso «pensamiento único» que nos gobierna. O igual su voluntad represora se enciende al contrario, cuando alguien opina de la manera común y eso molesta a los que piensan distinto, lo cual, bien mirado, tampoco es justo.

Total, que llega un momento en que, a la hora de decir la nuestra tecleamos y hablamos con sumo cuidado, puestos a la defensiva, preparados para matizar cualquier argumento a la mínima que veamos a alguien inquieto por nuestro discurso. Nos autocensuramos.

Sí, sí… Quizá todos, o la mayoría de los que leemos esto, incluso yo mismo, pensamos que no, que no nos callamos, que nosotros decimos aquello que pasa por nuestras cabezas y nos da igual si molesta a alguien; que deje de leernos y ya está. ¿Seguro que esto es así? Venga ya…

Papel de censores

En Occidente los mismos ciudadanos nos hemos arrogado el papel de censores. Se ha democratizado este «oficio». Permitimos que los Estados se olviden de esa función y que la ejerzamos nosotros mismos, sin cobrar un sueldo, claro. O las grandes corporaciones, los dueños de las redes sociales que te bloquean la cuenta si aparece un pezón, pero si escribes una apología del nazismo ceden su poder a la multitud, que te atosigue la masa social. Porque, y esto es bien sabido, molesta más una imagen sexual que un texto de exaltación de la violencia. A fin de cuentas, mirar miramos todos, leer ya es otra historia…

El problema de esto es que mina la energía de los disidentes, de los descontentos, de los renegados, de los inconformistas. En resumen, de la gente que, insatisfecha, quiere mejorar el mundo. Y al final esto es más peligroso de lo que parece. Solo quedarán comentarios neutros en redes sociales y películas y novelas complacientes.

Ya casi no hay manifestaciones en las calles. Protestamos con un tuit, nos basta con desahogarnos en Facebook y enfangarnos en luchas dialécticas allí. Hasta que los bloqueemos, que es una forma de censura.

Editor de La Pajarita Roja

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