LE FUMOIR

Donde los ojos todavía sonríen

India dejó pasar la última revolución industrial, pero no se está perdiendo la tecnológica

El desfile de Dior en Bombay.

El desfile de Dior en Bombay. / Imaxtree

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Asuntos interiores me traen últimamente a Bombay, o Mumbai, como la llaman los modernos, los indios que no hablan inglés y los alineados con lo políticamente correcto. Se trata de una ciudad de nombre evocador como pocos, que nos retrotrae inmediatamente al Imperio británico, a Mecano, a Bollywood o a Esperanza Aguirre en calcetines. La ciudad vive jornadas de fasto, con un espectacular desfile de Dior en la Puerta de India, sobre una pasarela larga como una pista de aeropuerto tapizada de flores. Mientras las maniquíes circulan sus modelos, peinadas con ondas al agua y mirada febril, suena un mágico sitar, y unos timbales levantan el espíritu. Al día siguiente se inaugura con fanfarria un nuevo centro de arte contemporáneo de la familia Ambani, una de las más ricas del mundo. De pronto, la ciudad se divide en dos: los que han sido invitados y el aplastante e insignificante resto. Estos días las estrellas de "Bolly"y Hollywood se entrecruzan en los pasillos de los magníficos hoteles del barrio de Colaba. Por aquí andan JayZ y Beyoncé, Jeff Koons y Zendaya, Gigi Hadid y Penélope Cruz, además de las celebridades locales, capaces de paralizar una calle entera al salir de sus casas. A quince minutos de coche de ese circunstancial epicentro del glamour, está Chor Bazaar, unas pulgas en un barrio donde vive buena parte de los musulmanes de esta urbe de 20 millones de almas, y que recuerda a esas callejas de El Cairo viejo de Naguib Mahfuz. Cae la tarde y el bullicio es total en torno a los puestos de comida que rodean la mezquita, antes del desayuno de Ramadán. Mi amigo y yo pedimos un kebab de pollo al tandur. Tiembla el misterio. En un recodo de ese arrabal vive una comunidad ismailita, chiíes de origen yemení, cismáticos de la línea del Aga Khan. El barrio está amenazado por la piqueta, y un coloso de hormigón a medio hacer lanza su sombra inapelable sobre nuestras cabezas. Cinco minutos más de coche, y, tras recorrer las callejuelas en cuesta de Banganga, área completamente hindú, aparecemos en una enorme pileta escalonada, incrustada en medio de la ciudad, un Benarés chico. Los niños se bañan sin dejar de reír, con el pelo negro y lustroso cayéndoles sobre los ojos. Su piel de oro refulge en la tarde que muere, mientras dos comadres en sari se hacen confidencias. Ceno en una casa colonial portuguesa de más de 250 años de antigüedad, invitado por un viejo diseñador de moda llamado Ferreira, que vestía a las grandes actrices del cine indio. Un joven francés toca una flauta travesera hecha de bambú, mientras un efebo de género fluidísimo canta con agudos de eunuco viejas coplas de Maharashtra. Estos días no hay polución, y se puede respirar sin miedo, pues el Gobierno local ha ordenado que se frenen todas las obras de construcción con motivo de los festejos en curso. Bombay vibra, el dinero circula, los jóvenes Z habitan los cafés y, como los notarios, trabajan por sí y ante sí, tras la cubierta de logo frutal de un ordenador desde el que pergeñan todo tipo de transacciones, negocios que a alguien nacido en los 70 como yo nos quedan galácticamente lejanos. India dejó pasar la última revolución industrial, pero no se está perdiendo la tecnológica. Uno se siente viejo y perdedor por no tener 20 años y por trabajar por cuenta ajena. Pero uno se puede sentir aquí mejor que en Zúrich o en Estocolmo, porque a esa libertad inherente al caos se le suma una alegría de vivir que ya no se encuentra en Europa, acaso porque en algunos de sus países nunca llegó a existir. La dicha, como la depresión, no es algo exclusivamente personal, sino que también forma parte de la idiosincrasia de los pueblos. Aquí las cargas vitales se consignan a Dios, que no a Dior, y se arrea. Le hago una foto a una madre con su hijo mientras circulan pegados a mí en otro taxi. Los ojos de esa mujer todavía sonríen con la pureza del que vive su primera encarnación. Su mirada encierra, a un tiempo, ternura, sorpresa y concupiscencia. No hay por qué elegir. Aún hay en India capacidad de asombro, eso que hemos perdido hace tiempo y que haríamos bien en recuperar.

TEMAS