El Periódico Mediterráneo

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Carlos Tosca

VIVIR ES SER OTRO

Carlos Tosca

Edades

Pocoyo, Peppa Pig o Bing son muy inclusivos y tal, pero también blanditos y aburridamente felices

Me contaba el otro día mi padre que, a finales de los sesenta, cuando tenía apenas dieciocho o diecinueve años, después de volver de Alemania, donde había pasado unos meses trabajando, le quedaba por percibir una parte de la paga. Bajó desde Cinctorres a Castelló junto a su hermano para cobrarla. Pero el banco se negó a dársela aduciendo que era menor de edad. Hay que matizar, para quien no lo sepa, que en aquel tiempo la mayoría de edad se alcanzaba con veintiún años. Mi padre alegó que si era válido para trabajar también debía serlo para cobrar. Ni por esas. Tuvo que bajar otra vez, con su padre, mi abuelo, para acabar cobrando.

La anécdota nos recuerda cómo miramos el carnet de identidad de la gente según para qué. Mi hijo de seis años es mayor para vestirse o comer solo, pero es pequeño para, qué sé yo, conducir coches o ver películas de Transformers. Miento, porque esas películas las ha visto, hasta que un día nos dijo que había tenido pesadillas con los Decepticons, los villanos de turno. En ese momento hubo que reflexionar en casa: igual debemos hacer caso a la sugerencia de edad de los productos audiovisuales. La mencionada saga es para mayores de trece años. Es decir, la edad no siempre es un prejuicio.

Alguien me acusará de insensato porque en casa le dejamos ver a nuestro hijo cine inapropiado. La excusa siempre ha sido que podía verlas salvo que le asustaran. El tiempo, como ya he contado, nos ha quitado la razón. Pero tampoco creo que el chaval se haya traumatizado. Yo pasé mi infancia viendo Mis terrores favoritos y por aquí andamos, más o menos equilibrado, ¿no?

La tentación que siento ahora de pedir una edad máxima recomendada para las películas es muy alta. Sí, porque se suele sugerir la mínima y nadie ve mal que un adulto vea las de superhéroes, que parecen hechas para gente con un nivel formativo propio de adolescentes. Está bien mantenerse joven y tener inquietudes de chaval, pero todo tiene un límite.

Tampoco quiero ser pesado con lo de la infantilización. He hablado de ello a menudo y me da la impresión de estar volviéndome un viejo cascarrabias que va quejándose del disparatado camino que adopta la sociedad. Y eso que apenas paso de los cincuenta. Me da miedo pensar en cómo seré con setenta. Supongo que con ochenta me dará todo igual, y si llego a los noventa con acordarme de ir al baño me bastará.

Chanquete

De un tiempo a esta parte, vuelvo al inicio, el tratamiento hacia los menores ha cambiado. En general a mejor: en la infancia de mi generación las sillitas en los coches eran impensables, o cosas más tontas, como las tijeras para las uñas de los bebés o el suelo acolchado en los columpios públicos. Teníamos, eso sí, impulsos audiovisuales más maduros y que nos preparaban con mayor consistencia y realismo para la vida adulta: Chanquete se nos moría en Verano azul y todos llorábamos como si fuese nuestro abuelo, Marco se largaba solo a Sudamérica en busca de su madre emigrante, la mejor amiga de Heidi iba en silla de ruedas y Afrodita A gritaba aquello de «¡pechos fuera!» al lanzar misiles desde sus tetas.

Ahora Pocoyo, Peppa Pig o Bing son muy inclusivos y tal, pero también blanditos y aburridamente felices; siempre con la sonrisa en la boca y, cuando por lo que sea se enfadan, acaban volviendo a esa inocua alegría de las narices con gran rapidez. El único que me cae bien es Pato, que suele adoptar el papel de gruñón e ir en contra de la corriente de sonrisas.

Pasos adelante y pasos atrás. Cuando estemos al borde del precipicio daremos un paso… Ya veremos en qué dirección.

Editor de La Pajarita Roja

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