Hoy hace 78 años que la ciudad japonesa de Hiroshima fue testigo de uno de los eventos más devastadores y bochornosos de la humanidad: el lanzamiento de la primera bomba atómica. Un B-29 (EnolaGay) lanzó una bomba de uranio enriquecido, con un potencial destructivo de 13 kilotones, sobre la ciudad. La bomba explotó a 600 metros de altura, cerca del centro de Hiroshima, que se convirtió en un enorme cráter en segundos, destruyendo el 70% de la ciudad. Unas 80.000 personas murieron de forma inmediata y 100.000 más fallecieron los días posteriores a causa de las heridas o como consecuencia de las radiaciones a las que estuvieron expuestas.
Este acto de destrucción masiva dejó a la población en shock, no solo en términos de pérdida de vidas y daños materiales, sino en el aspecto psicológico de la población superviviente. Las imágenes de la devastación, la destrucción instantánea y los efectos posteriores de la radiación crearon un trauma colectivo. Las víctimas quedaron con recuerdos indelebles de la tragedia, marcados para siempre por el horror presenciado, lo que se conoció como el Síndrome de Hiroshima, pues, además de las enfermedades físicas, surgieron problemas psicológicos. Muchos sufrieron ansiedad, depresión, insomnio y estrés postraumático debido a la vivencia de un evento tan catastrófico.
Discriminación social
El sentimiento de incertidumbre y miedo hacia el futuro fue una inquietud constante en la vida de los supervivientes. Los damnificados, conocidos como hibakusha, tuvieron que enfrentarse a la estigmatización y discriminación social debido al temor y la falta de conocimiento sobre los efectos de la radiación. Muchos de ellos ocultaron su identidad para evitar ser rechazados, enfrentándose a un aislamiento social que agravó sus traumas.
Como dijo Einstein: «Ningún ratón construiría una trampa para ratones, sin embargo, el hombre inventa la bomba atómica».
Qué lejos queda el deseo de John Lennon: «Imagina a todo el mundo viviendo la vida en paz».
Psicólogo clínico
(www.carloshidalgo.es)