Esta es la última columna que escribo desde Cinctorres. La semana que viene ya estaremos en Castelló sufriendo los rigores del calor. El trabajo y las circunstancias mandan. En casa estamos sin ascensor —por renovación del mismo—, sin nevera —estropeada desde hace más de un mes— y sin calentador —quizá lo menos grave de todo, pero también un fastidio—. Vamos a pasar de los catorce o quince grados mañaneros en Els Ports a las noches tropicales de la costa. Y la humedad de las narices, más culpable de los sudores que la temperatura.
Ha sido un verano fresco en lo ambiental pero duro en cuestiones de trabajo. Cuando digo que estoy en el pueblo, la gente me felicita por las buenas vacaciones. Les respondo aquello de «¿Vaca-qué?». Y es que hemos subido con todos los trastos del trabajo. Incluso han vuelto, dos años después, mis problemas de codo de tenista. No por practicar el deporte de Rafa Nadal sino por el uso del teclado y del ratón, mis herramientas de faena, mi yunque y mi martillo.
Disponer de un pueblo es una gozada, una ventaja indiscutible. Es cierto que nuestra vida social aquí es mínima, ya que durante la juventud, cuando se crean los vínculos de amistad, las circunstancias y mi personalidad retraída de entonces me impidieron subir con frecuencia y socializar conforme hubiese sido deseable.
Con todo, y pese a la distancia —son hora y veinte minutos de carreteras llenas de curvas—, estos veranos aquí, con mis padres, mi mujer y mi hijo están siendo inolvidables. Los mejores en muchos años.
Pero quien más los está disfrutando es el niño. Con seis años, Duncan no para. Ha hecho un montón de amigos y lo saludan por la calle montones de gente. Ojalá él no pierda el vínculo. Este mes y medio largo que hemos pasado en Cinctorres ha vivido el bautizo del primo de su mejor amigo por estos lares y también un entierro, el de la bisabuela del mismo niño. Le han regalado veinticuatro culleretes (renacuajos) que mostró con gran cariño a los amigos de Castelló que ha hecho subir hasta aquí.
Quizá la nota negativa, en cuanto al trabajo —ninguna queja en lo demás— ha sido la puñetera conexión a internet. El año pasado tiramos bastante bien con los datos de mi teléfono móvil. Este ha sido una auténtica tortura. A días ni siquiera he tenido cobertura para llamar, pero pocas veces he podido ejecutar acciones tan simples como subir unos archivos a la web de la imprenta. Hablamos de portadas de libros, que pesan alrededor de veinte megas solo. En la ciudad tardan unos pocos segundos, aquí a veces han sido horas de lucha, de andar por la casa alzando el móvil para buscar el sitio con mejor cobertura.
Entiendo que, de vivir aquí, las cosas serían distintas y que mi posición es particular. No me quejo tanto por mí como por la situación, a todas luces injusta, que sufren quienes viven en estos pueblos, pequeños y alejados de las urbes. Hay más problemas, como la atención médica y farmacéutica, vital, que hacen la vida más difícil en estas latitudes. Luego nos quejamos del despoblamiento, de la España vacía y tal… Son preciosos estos pueblos en verano, en primavera, incluso en otoño. Pero con los fríos invernales la cosa se complica. Mi queja es que en factores que no deberían ser una barrera más, como la conexión a internet, se incrementa la dificultad de vivir aquí.
Ojalá podamos volver el año que viene. Ojalá mejoren las condiciones. Ojalá el próximo verano pueda tomarme unas semanas de vacaciones, con todas sus letras. H
*Editor de La Pajarita Roja