Por la profusión de mensajes que nos llegan cada día a través de diferentes canales, por los variopintos prismas y tamices que asaltan lo cotidiano y procuran transformar la realidad a su antojo, está claro que cada día es más complicado discernir qué es lo correcto y qué no. Es lo que tienen los comportamientos populistas, esos que simplifican al máximo cuestiones sociales extremadamente complejas; misivas que buscan la respuesta fácil para ganar adeptos a los que no se les da la oportunidad de pensar por sí mismos. Porque pensar por uno mismo requiere, sobre todo, un esfuerzo y no siempre estamos dispuestos a afrontar ese soberano ejercicio.
No es nada nueva la aparición de caudillos; de adalides y paladines; abades de la adulación; amos y cabecillas; jerarcas y generalísimos; caciques y guías de la moral; patronos y patriarcas que nos llenan las seseras de aquello que ansiamos escuchar. Y el liderazgo no tiene nada que ver con todo esto que rodea a los embaucadores y camanduleros. Lo que realmente alimenta este tipo de jerarcas de la simplificación es el enorme ejército de aduladores que los encumbran. Tiralevitas y peloteros; saltatapias y chaqueteros; rastreros y zalameros; cobistas y misioneros de la lisonja eterna. A la postre y al postre, truhanes todos ellos.
Es lo que suele pasar en aquellas asambleas que reúnen a unos y otros -- a jerarcas y aduladores-- que acaban con la autoconvicción de que a la verdad solo se accede a través de un cerrojo y son ellos --y solo ellos-- los que tienen la llave.