Quizá nuestro comportamiento público y el privado sean distintos. Solo quizá. La sospecha generalizada, puede que incluso el prejuicio, sea que, de puertas adentro, en el ámbito del hogar, del trabajo o con los amigos, actuemos de la misma manera pero de forma más radicalizada. Estamos en nuestra zona de confort.
Viene esto a cuenta de lo sucedido con el presidente de cierta famosa federación deportiva. Voy a omitir su nombre, porque en realidad no quiero hablar de él y del asco que me produce. Ya se ha vertido mucha tinta, casi toda ella afeando sus gestos públicos con todos los focos sobre su brillante testa --me refiero, obviamente, a su calvicie no a su (escasa) inteligencia--. Y es que todo lo que rodea al famoso caso me lleva a pensar cómo debe actuar este señor cuando sabe que no hay cámaras delante y lo que haga quedará solo para los testigos presenciales, los cuales, dada su posición de poder, al menos en el trabajo, son subalternos suyos, algunos de ellos muy bien pagados y puestos ahí por él. Alguien capaz de hacer los gestos de neandertal que mostró frente a la luz de una miríada de focos no quiero ni pensar de qué modo actuará de puertas adentro, sin saberse grabado y cuestionado.
Está claro que hemos de juzgar por lo que conocemos no por lo que intuimos. Pero es que esto es una columna de opinión y no un juzgado de guardia. Entiéndanme.
También quiero dedicar unas líneas a los silencios. No tanto a las opiniones, tan vehementes, expresadas una y otra vez --por fortuna, casi en su totalidad, censurando lo ocurrido-- sino a todos los que han callado. Hay silencios que retumban. También hay palabras, como las del seleccionador masculino, que llegan tarde, tardísimo. Subirse a la corriente cuando esta empuja de forma flagrante hace sospechar.
Esto me recuerda a la Transición. A esa España que parecía polarizada por el Partido Comunista, verdadero adalid de la resistencia contra la dictadura, los que echaban a los obreros a la calle, y por otro lado los que deseaban, con mano dura, perpetuar el régimen. Ambos bandos parecían los más firmes, los que tenían en sus manos la batuta del país. Irreconciliables, radicalizados hasta el extremo mismo. Pues bien, llegaron las primeras elecciones y sus resultados en las urnas fueron absolutamente decepcionantes en ambos casos, sin cuotas de poder real. Mucho ruido y pocas nueces, que dijo el famoso bardo inglés.
¿Cuál es la relación entre el machismo de lo ocurrido ahora y la España de finales de los setenta? Pues vuelvo a los silencios. Al actuar de forma sosegada. Quizá el pueblo español ganó la democracia gracias a ellos, al rugir de la marabunta silenciosa y no tanto a los gritos de los extremistas. O puede que no, tal vez sin el PCE esa mayoría que callaba se hubiera dado de bruces con la minoría que postulaba por que nada cambiase. Desde luego, todo lo que ocurrió en esa época, en mi opinión, nos supera. Igual hacen falta otros cincuenta años de reflexión para acabar de entender con precisión qué pasó. Sin embargo, lo sucedido estos días no merece ni silencio ni demasiada reflexión. Es tan evidente…
Podríamos pensar que ha merecido la pena por destapar ciertas actitudes y quitar algunas caretas siempre que nos olvidemos que todo esto sucede tras una gesta histórica, minimizada obscenamente —y el adverbio es muy pertinente aquí— por una actitud más propia de los tiempos de la Transición, de aquella España en blanco y negro, de boina y botijo, de mujeres en casa con la pata quebrá, que a nuestro moderno país.
Si Berlanga resucitara, qué feliz y qué triste se sentiría.
Editor de La Pajarita Roja