Todos los inicios de curso los afrontamos igual, con los mejores deseos. Incluso a sabiendas de que no vamos a poder cumplirlos, en una suerte de terapia que pone más en valor las intenciones que el resultado. Apuntarse al gimnasio y ponerse a dieta, aprender inglés e informática, implicarse en las tareas del hogar, colaborar con una oenegé o, simplemente, portarse mejor, son tan recurrentes que ya ni siquiera suponen tara alguna para nuestra currículo cuando, inexorablemente, acaban en fracaso. Tendemos a mentirnos a nosotros mismos y, con generosidad y benevolencia, nos perdonamos sin apenas penitencia. El problema es cuando la mentira la emplean otros contra nosotros. Ahí ya nos duele.

Uno se creía que la llegada de la mal llamada gente del fútbol, verbigracia José Manuel García Osuna y Antonio Blasco, redundaría en una gestión eficaz en lo económico y brillante en lo deportivo. Pronto quedaron diluidas todas las expectativas, y el Castellón acabó descendido por impagos y los supuestos responsables pendientes de juicio por administración desleal y un expolio que se ha cifrado en siete millones de euros.

Después llegó David Cruz y, avalado por su condición de exjugador de un solo partido, trasladaba una imagen de modestia e implicación en la que necesitábamos creer. Con el tiempo perdió la titularidad de las acciones en los juzgados y aumentó la deuda hasta la insostenibilidad, lo que le obligó a recurrir al concurso de acreedores, aunque por arte de birlibirloque ha conseguido eludir toda responsabilidad legal, si por virtud puede considerarse pactar la connivencia de sus sucesores para que frenasen toda colaboración con la justicia.

Y llegó Vicente Montesinos. Al amparo de un pretendido y acendrado castellonerismo, la sociedad se volcó con él, y el resultado no pudo ser más decepcionante: aumentó el déficit en otro millón de euros y convirtió la Fundació en un chiringuito para amigos y conocidos, sin reparar en el desprestigio que nos ha pasado factura con la salida masiva de técnicos y jugadores. Que a estas alturas aún vaya de salvador viene a demostrar la indulgencia con que la afición ha tratado siempre a tantos desaprensivos y trileros que han enterrado al CD Castellón en la tercera división ordinal del fútbol español y con un agujero económico notable.

Hace ya más de un año surgió la figura de Haralabos Voulgaris, quien con la compra de sus acciones convirtió a Montesinos en el único presidente de la historia del club que ha ganado dinero. Pronto demostró sus intenciones pagando de golpe la deuda que nos condenaba a otro descenso administrativo y pactando la pendiente. Sin apenas tiempo, mejoró un equipo que se encontró desmantelado hasta convertirlo en competitivo y aspirante a todo. Al final no pudo ser, pero recuperó para nosotros el orgullo que siempre ha representado ser del Castellón.

Salvado el interín de la necesaria adaptación y liberados los primeros compromisos, económicos y aún desde la ignorancia sobre las cuestiones deportivas y la valía de los refuerzos contratados, la inversión para la nueva temporada se adivina importante, pero sobre todo la apuesta, la marca que se instauraba. Más allá de ganar --que todos queremos ganar--, ya son varios los amigos que me han trasladado su intención de acudir a Castalia para ver jugar al Castellón. Porque, con independencia del resultado, la diversión y el espectáculo parecen garantizados, y eso siempre es un aliciente añadido. 

Pero, sobre todo, porque si jugamos bien, se está más cerca de la victoria. Una relación biyectiva como cuando la gestión es buena, ergo refractaria con los chanchullos, que acabará por limpiar la Fundació de rémoras y vividores, y eso redefinirá el proyecto. O, cuando el día que quiera saber más, sin duda se personará en la causa contra los expoliadores, que sigue siendo su asignatura pendiente.

Cobrada esa excelencia diremos, como aquel que se confesaba un empedernido jugador de póquer, cuando le preguntaban si ganaba: ¿Ganar? ganar ya sería la ostia. Y de eso, nadie sabe más que Bob.