Hace poco, hemos terminado de ver la serie de ficción The Staircase. Poco antes nos habíamos tragado, convulsivamente, el documental homónimo que trata del mismo asunto. En total hemos pasado un buen montón de horas metidos en el caso de la muerte de Kathleen Peterson al pie de las escaleras de su casa. Lo que en el primer minuto parece un accidente acaba en juicio a su marido, Michael Peterson, por homicidio en primer grado.
La historia posee unas particularidades que lo vuelven merecedor de la atención que se puso sobre él. El acusado era novelista, lo que ya de por sí otorga un carácter especial al asunto. Durante el juicio se pone de manifiesto varias veces que tanto la defensa como la fiscalía cuentan una «historia» y que ganará quien cuente la mejor, la más verosímil. De hecho, una de las razones principales por las que el abogado defensor no llama a declarar al acusado es debido a su profesión: teme que el jurado tenga prejuicios sobre lo que pueda decir un «mentiroso profesional», es decir, un escritor de ficción.
Hay más particularidades que se van descubriendo a lo largo de las dos series, pero yo quiero hablar de otra cosa y no hacer una reseña televisiva.
Tampoco pretendo divagar sobre la justicia americana —esto daría para mucho—, sino que quiero comentar una impresión que tuvimos en casa al acabar de ver ambas series: que la de ficción, la que está caracterizada, posee una visión mucho más honesta y exacta de lo ocurrido que las trece horas de documental. Nos creíamos más lo que nos contaban los actores que los personajes reales, con imágenes sacadas del juicio, entrevistas a los protagonistas… ¿Cómo puede ser esto así? ¿Cómo la ficción puede dar mayor impresión de realidad ante los mismos hechos? Si tienen la posibilidad de ver ambas series, por favor, háganlo.
Imparcialidad
Cuando vemos documentales otorgamos a sus autores una pátina de imparcialidad de la que a veces carecen. Lo que vemos es auténtico siempre, pero ¿qué pasa con lo que no vemos, con lo que esconden, quizá deliberadamente? En el caso del que les hablo, se omite por ejemplo el posible estrangulamiento que sufrió la víctima, que solo se muestra en la parte final y como de pasada, como algo sin importancia verdadera. Ocurre en más ocasiones, y no solo alrededor de la dilucidación del crimen, sino al respecto de las personalidades y comportamientos de los protagonistas.
A veces, la tergiversación de la verdad puede hacerse simplemente callando determinadas cuestiones.
Pero la elusión más flagrante y, a mi parecer vergonzosa, es la relación romántica que el acusado acaba teniendo con, nada más y nada menos, que la montadora del propio documental. Esta mujer deja su vida en París y se marcha a Durham, en Carolina del Norte, Estados Unidos, para apoyar al ya convicto Michael (perdonen el spoiler), al principio cuando él está en la cárcel y luego fuera de ella. Esta mujer acaba convertida en otra de las víctimas que han rodeado este espectacular caso.
También llama la atención la sensación de familia unida y modélica que muestran los hijos del acusado en el documental. En la «realidad» que nos muestra la ficción, cada uno a su manera, sin excepción, es un nido de problemas, con una infancia y una juventud llena de situaciones dolorosas.
Ya hablaba Mario Vargas Llosa de «la verdad de las mentiras» al referirse a la ficción. Los productores del documental, franceses para más señas, nos han hablado en su obra de «las mentiras de la verdad» y, qué quieren que les diga, como apasionado de la ficción, el conjunto de las dos obras me parece más que interesante. Una gozada.
Editor de La Pajarita Roja