Existen pocas dudas sobre la determinación de Pedro Sánchez para llevar a España al precipicio, convencido de que él será el beneficiado. La temeraria ambición de todo ególatra suele ser su propia cicuta. El eufemismo cínico de Sánchez ya solo engaña a quienes conforman la secta del sanchismo, más una porción de gentes de buena voluntad abducida por el encantador de serpientes, dispuesto a permanecer en la Moncloa cueste lo que cueste. El coste de la felonía, de consumarse, será estremecedor.
Ya lo han advertido Felipe González y Alfonso Guerra, espantados y revelados por la deriva de un PSOE que no es el suyo, al que señalan víctima del cesarismo y, por tanto, exento de debate en una cúpula colocada directamente por Sánchez, a quien debe obediencia ciega si quiere seguir viviendo de la política. Felipe ha sido concluyente: «No podemos dejarnos chantajear por nadie». Así pensamos que lo creía el todo poderoso secretario general socialista cuando dijo: «Yo me comprometo a traerlo (Puigdemont) hasta aquí y que rinda cuentas ante la justicia». Solo un día antes del 23J, Sánchez repetía con falsa vehemencia que no habría amnistía. El independentista Rufián ha sido meridiano al referirse a la permanente metamorfosis de Sánchez: «Sus convicciones son coyunturales, depende de la fuerza que tengan».
Tal vez la Justicia sea el poder que logre (por aquello del resquicio de esperanza) frustrar el chantaje de Puigdemont y acabar con la vergonzante estrategia del presidente en funciones. Si en una semana el TSJUE no concede la inmunidad cautelar del prófugo chantajista, el juez que instruye el caso reclamará ante Bélgica su entrega. Así lo decidió Pablo Llanera el martes. Nervios en Ferraz y Sumar.
*Periodista y escritor