Opinión
Diluvios, crecidas-relámpago y errores humanos
Si el cataclismo acaecido en la provincia de Valencia, con miles y miles de personas padeciendo lo indecible, no es una emergencia nacional, ya me dirán que pueda serlo.

Barranco del Poyo a su paso por Picanya. / JM López
Sin perjuicio de que se anticipen o retrasen, el período con máximo riesgo de diluvios tardoestivales u otoñales transcurre de mediados de septiembre a similares fechas de noviembre, con ápice en octubre. Este pasado mes se ha despedido de la peor manera posible, con un horroroso e increíble balance de víctimas mortales y cuantiosísimos daños materiales; catástrofe, en verdad cataclismo, resultante de diluvios, llenas o torrentadas fangosas y desaciertos, por acción u omisión. Apellido del distinguido y desaparecido meteorólogo Francisco García Dana, que sus compañeros, como tributo de recuerdo y respeto, han hecho coincidir con la expresión “Depresión Aislada en Niveles Altos”; del acrónimo lexicalizado “DANA” son sinónimos Baja desprendida en altitud, Depresión fría en niveles superiores o Embolsamiento de aire frío en altura; pero, en modo alguno, diluvio. Para que se asocie a una dana a un aguacero copioso e intenso resulta indispensable el acople de las situaciones de altura y superficie: la presencia de aire frío en las troposferas media y superior exagera el gradiente vertical e inestabiliza la atmósfera; favoreciendo, en ocasiones, el ascenso de aire mediterráneo con elevada humedad específica, prácticamente saturado y, con alto potencial de energía latente, capaz de evolucionar, desde niveles muy bajos, con reducido gradiente pseudoadiabático, sumamente inestable y propenso a la subida. Es de subrayar que la dana a la que se responsabiliza del quebranto y sufrimiento en tierras valencianas, habría tenido una trascendencia pluviométrica incomparablemente inferior sin la alimentación del referido aire, que, al ascender, ha restituido la enorme carga higrométrica que transportaba. En última instancia, la mayor y postrera responsabilidad de los referidos diluvios corresponde a las, más que tibias, cálidas aguas mediterráneas, que han fomentado un intenso proceso de evaporación. El incremento de temperatura de las mismas, fenómeno de singular importancia e interés, al acrecentar la evaporación, intensifica el riesgo de diluvio; al tiempo que, por la inercia térmica de las aguas marinas, a causa de su alto calor específico, se amplía la duración del susodicho intervalo de máximo riesgo.
Esporádicamente, a contracorriente del flujo dominante del oeste, con relieves isobáricos propicios, los vientos llovedores de componente este (levantes y gregales, primordialmente) portan el susomentado aire mediterráneo muy húmero e inestable. Así ha ocurrido en el trágico episodio que nos ocupa, con acabado ensamblaje entre niveles atmosféricos superiores e inferiores, para permitir la génesis de nubes con fuerte desarrollo vertical, colosales cumulonimbos, que interesan todo el espesor (9-10 km) de la troposfera. En determinadas áreas valencianas, el martes 29 de octubre, con fortísima focalización de las precipitaciones, no ha llovido a cántaros, lo ha hecho a mares; “se ha desgarrado el firmamento” y “se han abierto las cataratas del cielo”, sobrepasándose ampliamente en ciertos lapsos el umbral de torrencialidad (1mm/minuto) y totalizándose volúmenes superiores a 500 l/m².
Diluvios
Sin embargo, los diluvios quedan lejos de explicar y justificar el desastre sobrevenido. Por violenta que haya sido la lluvia, no resulta capaz, por sí sola, de acumular y amontonar vehículos de todo tipo, algunos de gran tara, en el sinnúmero dantesco que contemplamos: la fuerza necesaria demanda la impresionante masa de agua que, alimentada por el diluvio, procura la escorrentía concentrada; pero se requiere también la aceleración que proporciona la pendiente y, en definitiva, el movimiento. Las consecuencias o secuelas de un aguacero muy copioso e intenso tienen una componente territorial de primer orden y pueden ser proyectadas, con inusitada energía, fuera del área donde se ubica aquel; en especial, con la existencia de cursos torrenciales, es decir, ríos-rambla, barrancos, ramblas o meros torrentes. Ha de resaltarse que las actuales anegaciones de las poblaciones valencianas con mayores estragos han sido originadas por llenas fangosas. Es cierto que, en presencia de un gran aluvión, cualquier ramblizo o barranquete se torna extremadamente peligroso. Sin embargo, es notorio que en el episodio de referencia dos cursos de funcionamiento intermitente, abrupto y espasmódico han cobrado máximo protagonismo con sus exorbitantes crecidas, el Río-rambla Magro y el Barranco de Chiva o Rambla del Poyo, con desbordamientos respectivos en la Ribera Alta y Huerta Sur.

Una mujer en una calle inundada de Paiporta. / JM López
Con lluvias muy copiosas e intensas, el pasado 29 de octubre, sobre la meseta de Requena-Utiel, en la cabecera del río-rambla de múltiples denominaciones (Ranera, Oleana, Río de la Vega, Magro, Requena, Juanes, Rambla de Algemesí o Riu Sec) se desencadenó una poderosa avenida fangosa, acrecentada por las aportaciones de una serie de ramblas y engrosada después por la riada del Juanes; luego de recorrer casi el centenar de kilómetros y, ya con la denominación de Rambla de Algemesí, se desbordó en Alcudia de Carlet y, tras salvar la Acequia Real del Júcar por el Caño de Guadasuar, sus aguas desmadradas invadieron Algemesí, con devastadora y mortífera anegación. No era una novedad, en 1845 el Diccionario de Madoz deja constancia que la citada Rambla causaba “grandes perjuicios con sus desbordaciones, en algunas de las cuales ha entrado el agua dentro de la población y llegado hasta una vara de altura”. Nivel ampliamente superado en esta última inundación. A día de hoy, el Magro es, en la Ribera Alta del Júcar, un tributario insuficientemente regulado.
Por su parte, la descomunal llena del Barranco de Chiva o Rambla del Poyo, que habría alcanzado una punta máxima de 2.200 m³/s, resultó asoladora y mortífera, con calamitosas consecuencias en Chiva, Cheste, Torrente, Picaña, Paiporta, con más de setenta víctimas mortales, Benetúser, Alfafar, Sedaví, Masanasa, Catarroja y otras poblaciones de la Huerta Sur, para acabar introduciendo enormes arrastres en la Albufera de Valencia. Con el rechazo hidráulico imperante los últimos años, que demoniza las infraestructuras de esta naturaleza, el Barranco del Poyo carece de un encauzamiento capaz; a pesar de la evidente eficacia de esta solución, con ejemplos tan significativos como los del nuevo cauce del Turia (Plan Sur) y Rambla de Nogalte, subafluente del temible Guadalentín, gran protagonista de las peores inundaciones alóctonas de la Vega Baja del Segura. Obviamente, actuaciones hidráulicas idóneas en el Río-rambla Magro y Barranco de Chiva habrían evitado muchas muertes y minorado considerablemente los daños materiales. La componente específica y singularmente desastrosa del episodio considerado ha sido la localización de fortísimos aguaceros en las cabeceras de dos monstruosos aparatos torrenciales, carentes de las intervenciones hidráulicas proyectadas, pendientes de ejecución. Muy de destacar es la brutal peligrosidad que, en áreas inundables y con el tipo de inundaciones sufridas, revistieron aparcamientos subterráneos, túneles, sótanos y plantas bajas, trampas mortales que se cobraron un elevado número de vidas humanas.
Indefensión
Por último, no cabe la menor duda que el conocimiento a fondo del territorio, sus anales hidrológicos y geografía histórica habría mejorado muy sustancialmente la prevención, dotándola de la urgencia, dimensionamiento y contenido adecuados; enfocándola en la amenaza letal que suponía la vertiginosa transformación de los diluvios en torrentadas y llenas-relámpago, con las exorbitantes avenidas de la Rambla de Algemesí y del Barranco de Chiva o del Poyo en primer término. El completo y absoluto predominio de la vertical en sus hidrogramas muestra, gráficamente, el rápido ascenso de la inundación y la indefensión, sin apenas capacidad de respuesta, de sus potenciales víctimas. Persistente la lluvia torrencial, los cursos con este régimen y funcionamiento, muy proclives a portentosas crecidas-relámpago, deben suscitar, de inmediato, vigilancia permanente y, en su caso, alarma sostenida por el gravísimo e inminente peligro que conllevan. Han sido corrientes de esa naturaleza las causantes directas y responsables últimas de la inenarrable devastación y espantosa mortandad en el área afectada. Por si faltara alguna prueba, las hay por doquier, del protagonismo capital de las crecidas fangosas en el desastre, las enormes acumulaciones de légamo no pueden ser más elocuentes e inequívocas.
Para encontrar un episodio español comparable, hasta cierto punto, al de referencia, es preciso retroceder poco más de medio siglo hasta la mortífera “salida” de la Rambla de Nogalte que, en la madrugada del 19 de octubre de 1973, ocasionó una hecatombe humana en la localidad murciana de Puerto Lumbreras. Con la posible diferencia que, entonces, aquella fue dotada de un cauce capaz de evacuar sus enormes llenas, mientras que el menosprecio y ninguneo actuales de la obra hidráulica implica el serio riesgo que la Huerta Sur y la Ribera Alta continúen amenazadas por sendas espadas de Damocles torrenciales, faltas de la necesaria corrección hidráulica. Es de recordar que, transcurrido un lustro del Diluvio de Santa María (12-13 de septiembre de 2019), la Vega Baja del Segura sigue inerme ante las inundaciones autóctonas. Finalmente, si el cataclismo acaecido en la provincia de Valencia, con miles y miles de personas padeciendo lo indecible, no es una emergencia nacional, ya me dirán que pueda serlo.
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