Opinión | VIVIR ES SER OTRO

Himno nacional I

Creo que no tendría demasiados problemas en escribir diez o doce columnas sobre, quizá, mi película preferida, Casablanca. Hace un par de años ya hice una. Desde entonces atesoro las ideas sobre esa gran producción de Hollywood y solo las quiero soltar cuando siento que estoy inspirado. Quiero escribir algo digno al enfrentarme a una de mis creaciones narrativas más admiradas. Sé que a su altura nunca estaré. Durante el año recién acabado, pese a revisar de nuevo el film, no me vi con el ánimo suficiente. Esto viene a propósito de que muchas veces queremos hacer las cosas tan sumamente bien que acabamos por no hacerlas. Por ejemplo, tengo libretas en casa donde quiero escribir novelas, pero no me atrevo porque, caramba, para mancillarlas con mi letra tiene que ser debido a que la historia que voy a plasmar ahí es excelsa, impresionante. Y así llevan cogiendo polvo metafórico años y años. Menos mal que están bien guardadas en un cajón inmenso, donde habrá medio centenar. Luego llega mi mujer y me recuerda la vieja máxima de que mejor acabado que perfecto. Asiento con la cabeza. Tiene, una vez más, toda la razón. Pero ahí sigo, empecinado en no poner una palabra en ellas hasta que surja la gran idea.

No quiere decir eso que haya dejado de escribir. De ninguna manera. Intento hacerlo a diario. Es solo que lo hago en otras libretas, no tan bonitas o especiales. Con frecuencia escribo en digital y así me quito presión. A veces somos demasiado perfeccionistas. No damos por acabada una obra artística hasta que sentimos que resulta imposible mejorarla. Quizá sea un error. Georges Simenon así pensaba, pero James Salter, otro autor a quien admiro, dedicaba años, décadas, a cada una de sus novelas, y solo las entregaba tras centenares de reconsideraciones. El belga, por el contrario, invertía exactamente tres días en corregir. Ni uno más.

Práctico

Esta columna, al ser semanal, me obliga a ser práctico, a no revisar hasta el absurdo los textos. Resulta imposible. Supongo que así sale a veces algún que otro gazapo. Luego, al verlo a posteriori, me avergüenza, pero… ¡Casablanca! Se me va el espacio y aún no he comentado nada sobre esta maravilla del cine. Lo que quería decirles es que tengo claro, cómo no, cuál es mi himno nacional: el que suena cuando la Roja va a jugar un partido de fútbol, ese que carece de letra (quizá por fortuna) y que seguimos con el escueto y absurdo «Lo, lo, lo, lo…». Pero, aunque no sea de mi país, hay una canción que identifica a otro estado y que eriza mi piel: La marsellesa, pero no cualquier interpretación de esta canción (de letra cuanto menos turbia, que daría para otra columna) sino expresamente la que se interpreta en la citada Casablanca. Las razones las explicaré la semana que viene. Una vez más me quedé sin espacio. No pasa nada, como he dicho al principio, hace dos años que no hablo de esa maravilla del séptimo arte que protagonizaron unos inspiradísimos Humphrey Bogart e Ingrid Bergman dirigidos por un Michael Curtiz en estado de gracia. Eso sí fue alcanzar la perfección. Y terminarla, claro.

Editor de La Pajarita Roja

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