Opinión | CARTA DEL OBISPO
Fuente de esperanza
Este domingo, 26 de enero, celebramos con toda la Iglesia el Domingo de la Palabra de Dios. Esta jornada está dedicada a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. En sintonía con el Año Jubilar de la esperanza que estamos celebrando, el Papa ha elegido como lema Espero en tu Palabra (Sal 119,74). Es un grito de esperanza: el salmista, en un momento de angustia y tribulación, grita a Dios y pone toda su esperanza en Él.
Todos tenemos esperanzas, pero lo que nos anuncia este Año Jubilar es la Esperanza, en singular. No se trata de una idea o de un optimismo ingenuo, sino de una persona, viva y presente en la vida de cada uno: Cristo crucificado y resucitado, el único que nunca nos abandona. En palabras de san Pablo: Cristo Jesús es nuestra esperanza (cf. 1 Tim 1,1).
Esta es la certeza que nos da la fe para nuestro peregrinaje en esta tierra. En ella debemos crecer poniendo siempre nuestra mirada en la fidelidad eterna de Dios (cf. Heb 10,23). Porque Dios es eternamente fiel a sus promesas podemos confiar en Él y vivir con la alegría que da el saberse siempre amados por Dios: es decir, podemos esperar. Teniendo la certeza de que se cumplirá la promesa, podemos esperar en la Palabra de Dios.
Esta relación entre la fe en Dios, la fe en su Palabra y la esperanza la entendió muy bien aquel centurión romano que suplicó a Jesús sanar a su criado enfermo. Ante el deseo de Jesús de ir a curarlo, el centurión se declaró indigno de que entrara en su casa y le dijo: «basta una palabra tuya y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Le bastaba una palabra de Cristo para tener la esperanza cierta de que su criado quedará sano. La Palabra de Dios puede ser fuente de esperanza porque Dios sigue siendo la fuente permanente de la palabra misma. Sólo si la escuchamos como la Palabra de Dios aquí y ahora podrá alimentar en nosotros una esperanza inquebrantable, porque está fundada en una presencia que nunca falla. «¡Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo!» (Mt 28,20). Es la promesa de Jesús no sólo para el final de los tiempos sino para cada día, para cada instante de la vida.
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