Opinión | TRIBUNA

Rafael Altamira y el tren de la Historia

Era una silueta envuelta de misterio. Una barba. Un sombrero. Un libro entre las manos. Los vecinos del pueblo lo miraban. Ya ha vuelto Rafelet. Y la vida continuaba.

Cuando volvía de sus viajes lejanos, aquel hombre reposaba muchas tardes a la sombra de un pino centenario. Leía, pensaba y miraba al cielo en medio de un huerto lleno de limoneros y naranjos.

Era jurista, escritor, pensador. Era historiador, pedagogo, crítico literario. Era muchas cosas. O solo era una: humanista. Quizá por eso vivía con plenitud esos momentos en la sencillez cálida que le ofrecía aquel refugio llamado Ca Terol, en las suaves tierras de El Campello.

Rafelet. Don Rafael. Rafael Altamira.

Mañana vuelve Rafelet al El Campello. Y vuelve para siempre. Vuelve no de un lugar, ni tan siquiera de un tiempo: vuelve de esa dimensión emocional que es el exilio. Allí murió por defender la justicia justa. Por ser consecuente con esa frase suya, tan oportuna siempre: «¿Qué has hecho tú por que tu patria sea mejor cada día, más rica, más culta, más trabajadora, más libre, más respetuosa con las leyes, más anhelosa de progresos, más llena de sentido humano, más unida al conjunto de sus elementos componentes, más atenta a sus destinos y a sus responsabilidades en la historia presente y futura?».

Él hizo de todo para acercarse a ese anhelo. Fue un pacifista convencido –mitad idealista y mitad pragmático– en el estado de tensión de entreguerras. Fue juez en el tribunal internacional de La Haya en la ola de patrioterismos desbocados. Defendió el federalismo internacionalista bajo el paraguas de la Sociedad de Naciones. Creyó en la democracia cuando lo fácil era caer en los paraísos en la tierra prometidos por unos y otros. Tuvo una trayectoria profesional brillante en la que fue reconocido como doctor honoris causa por la Universidad de Cambridge y dos veces propuesto para el Premio Nobel de la Paz. Y sin embargo, el tren de la Historia arrolló su vida.

Exilio

El estallido de la Guerra Civil hizo que lo detuviesen. Poco antes de poder cruzar la frontera para salvar la vida y la libertad, un grupo de requetés por poco lo fusila. Pero consiguió escapar de España rumbo al exilio. Primero, huyendo de Franco. Después, en la Francia ocupada, huyendo del nazismo y de sus cómplices petainistas entre el silencio del miedo de quienes no querían incordiar a la bestia. Como hoy. Finalmente llegó a México, adonde vivió sus últimos años, alejado de los limoneros y los naranjos y del cielo de El Campello. Rafael Altamira, Rafelet, el hombre de la barba, el sombrero y el libro, murió, sin volver a pisar su tierra, en 1951.

Por eso mañana será un día especial para su familia, siempre leal a su memoria, para las instituciones y para todos. Lo soñamos así cuando, en 2022, nos comprometimos en el proceso de exhumación y repatriación de los restos de Rafael Altamira y de Pilar Redondo, su esposa, desde tierras mexicanas. Y mañana, por fin, será el día. Volverán los restos de uno de los valencianos universales más desconocidos del siglo XX. Volverán al cementerio donde reposan sus padres y sus abuelos. En presencia de los Reyes, veremos llegar a El Campello, de una forma muy distinta que solo la explica el tiempo, la distancia y el exilio, a aquella misteriosa silueta con su barba, su sombrero y su libro.

Momentos de desazón

El hombre que tanto había trabajado por la paz y por los derechos humanos, el humanista que reivindicaba la duda, el acuerdo y el respeto, volverá mañana a su tierra. Y aparte de la emoción personal por la admiración ética e intelectual que Altamira suscita, esa venida casi 75 años después de su muerte puede interpretarse como un mensaje simbólico en estos momentos de desazón. En esta era eclipsada por el agente del caos que está inmerso en batallas arancelarias que disfrazan chantajes impúdicos. Una era de laminación del multilateralismo que trata a Gaza como si fuera un solar para el business desnudo de personas. Una etapa de tecnoligarcas que repudian el humanismo con desfachatez ilimitada, hasta el punto de amenazar a Sudáfrica por su noble intento de acabar con el escandaloso apartheid económico: Que la minoría blanca, que representa el 8% de la población del país, posea el 72% de la tierra, mientras la población negra, que suma al 80% de la población, solo posea el 4% de las tierras. Hasta eso les parece mal.

Aquí, entre nosotros, cuando surgen renovados intentos por despreciar la memoria histórica, cuando crecen el odio y los muros hacia el migrante –ay, Europa–, cuando brotan replicantes trumpistas –minitrumps que desprecian la verdad; que estarán ya para siempre adosados a la más fatídica amoralidad–, el regreso de Altamira es un potente mensaje. Otro viaje del tren de la Historia.

De entrada, nos recuerda aquella Edad de Plata del siglo pasado que dejó en Alicante un legado inabarcable: la música de Oscar Esplá, las pinturas de Lorenzo Aguirre o Emilio Varela, los versos de Gabriel Miró, la literatura de Azorín, el teatro de Arniches, la mirada humanista desde la economía de Germán Bernácer, y tantos nombres insignes como José Guardiola Ortiz, Emilio Costa o Figueras Pacheco.

Esa producción intelectual fue prolífica. Derribó todos los muros y consiguió que sus ecos de libertad hayan seguido resonando en el tiempo superando, incluso, la muerte o el exilio.

El exilio. No me resisto a transcribir ese pasaje escrito por Max Aub en la novela Campo de almendros que tanto emociona:

«Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides».

Grandeza

Ahora regresa Rafael Altamira, y no hemos olvidado la grandeza que el exilio se llevó. Ahora vuelve Altamira –cuya sombra nunca se fue, y por eso propusimos que la nueva Ciudad de la Justicia de Alicante llevase el nombre de Rafael Altamira– y nos recuerda la obligación cívica de alzarse contra todos aquellos que socavan la democracia y los derechos humanos allá y aquí. Es hora de tomar en serio las advertencias contra el fanatismo y de volver a enderezar el rumbo por los ideales de la Ilustración en busca del progreso social.

El pasado nos interpela con este regreso de Altamira. Él, en el peor de los escenarios imaginables, escribió: «No me apuro, soy optimista y tengo fe en el futuro y tengo fe en que alguien vendrá a continuar la obra iniciada e interrumpida».

La mejor vía es responder a sus clásicas preguntas: ¿Qué puedes, qué puedo, hacer por mejorar nuestra tierra? ¿Qué puedes, qué puedo, hacer por ayudarla a renacer? ¿Qué puedes, qué puedo, hacer por devolverle la esperanza?

Por fin ha vuelto Rafelet. Silba el tren de la Historia. La vida continúa.

Embajador permanente de España ante la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos y VI president de la Generalitat Valenciana, entre 2015 y 2023

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