Opinión | ÁGORA
Mentir
Cuando se miente se cuenta con algo que al mismo tiempo se menosprecia, a saber, la importancia de que los demás nos crean y el aprecio general por la verdad, además de la propia certeza de conocerla. Nadie mentiría si una cosa o las otras no fueran importantes o posibles. Así que la mentira afirma la verdad y su valor al tiempo que la deforma, disimula o falsea.
Además, se trata de una capacidad exclusiva de los hombres porque, entre otras cosas, para mentir hay que poder hablar y, casi más importante, hay que poder contradecir la verdad, desdoblando la realidad entre lo verdadero y lo que lo parece para engañar. El mentiroso desarraiga al lenguaje de la verdad para sostenerlo desde su deseo de salirse con la suya, o, para decirlo de otra manera, desde su voluntad de poder. Por eso, en la mentira hay algo así como una verificación de la existencia de la verdad mediante su negación.
En lugar de aquella súplica de Juan Ramón Jiménez —dame inteligencia el nombre exacto de las cosas—, el mentiroso prefiere esta otra: dame inteligencia el poder sobre la apariencia de las cosas. Y así es como el decir se vuelve fábula pero fingiendo no serlo, y abandonando la aspiración de verdad que anima a la fábula genuina, es decir, verdadera.
Es cierto que no siempre la mentira surge de nuestra determinación. También hay mentiras que preferiríamos no tener que hacer y a las que nos sentimos obligados para evitar un perjuicio o ganar una ventaja que nos importa. Entonces es más bien la debilidad de no querer afrontar la verdad o de dejarnos llevar por el deseo de una ventaja lo que nos arrastra a mentir. En esos casos, lo que el mentiroso no quiere perder es el control, y lo que no quiere reconocer —es decir, padecer— es nuestra vulnerabilidad: la verdad puede ser perjudicial.
Por otra parte, si el mentiroso es inteligente mentirá poco porque arriesgar innecesariamente su credibilidad puede ser el final de sus mentiras. Así que quien quiere mentir está obligado a una abundante dieta de verdades y a rendirle honores frecuentes. De hecho, la credibilidad del mentiroso y la verosimilitud son el tributo que la mentira ha de pagar a la verdad, no menos que la hipocresía es el tributo que el indecente le debe a la virtud.
Pero la necesidad de verosimilitud ata al mentiroso a sus mentiras. Por eso, nadie se asombrará de que políticos y hombres públicos descubiertos en mentiras o en cambios de opinión sigan mintiendo para defenderse. Como decía Burke, en la vida pública «los mentirosos y los fingidores no pueden nunca arrepentirse. El único recurso con el que cuentan los promotores del fraude es el fraude. No tienen otros productos en su almacén».
En efecto, la mentira necesita parecerse a la verdad, y para volverse verosímil tiene que ser sostenida incluso frente a la evidencia más definitiva en contra. Así que la mentira esclaviza al mentiroso que está obligado a ser contumaz y necesita convertir su insistencia en un falso indicio de veracidad. Mas cuando el mentiroso ratifica la mentira, cada vez con menos escrúpulos, no solo termina creyéndosela, sino que la interioriza haciéndose de su naturaleza. Tal vez de ahí aquella tradición teológica que afirma que la mentira tiene un Padre que la multiplica en linajes que se autoengendran: para prevalecer una mentira nunca basta. Es la forma con la que el mal tiende a difundirse de suyo en quien lo hace.
Espiral
Así que cada mentira que no se reconoce incuba la obligación de otras muchas y nos enreda en una espiral que lleva más allá de la condición de mentirosos: nos hace mentira. Ciertamente, no es lo mismo mentir, que ser un mentiroso o que ser mentira, aunque es mentir con regularidad lo que nos hace mentirosos, y esto último convertido en rasgo de la personalidad nos transforma en mentira. Los hombres nos hacemos a nosotros mismos también mediante lo que decimos, pues la palabra dicha no es mero ruido, sino aliento que lleva el calor y vigor de nuestra vida y que la modela cambiando la conciencia y voluntad.
Churchill decía —discutiendo sobre si el edificio del parlamento británico debía reconstruirse fielmente o no— que nosotros hacemos los edificios, pero después son ellos los que nos hacen. Pues bien, algo todavía más radical ocurre con nuestras palabras: nos hacen al mismo tiempo que las decimos porque nos dicen a su vez. Así que la mentira nos hace a su imagen y semejanza, es decir, nos desdobla impidiendo que pueda coincidir lo que somos y lo que decimos y parecemos. Ciertamente, ese desdoblamiento es insuperable para todos porque los hombres no logramos ser del todo e íntegramente uno, ni siquiera para nosotros mismos, pero la mentira pone engaño en la doblez.
En cierto sentido nada insustancial, el decir es performativo, es decir, hace lo que dice en quien lo dice: hace mentiroso al que miente y veraz al que lo evita. En arameo la palabra que significa que lo dicho se cumple al decirlo es abrakadabra.
Sacramento
Pues bien, toda mentira es un abrakadabra que transforma invisiblemente al mentiroso. En efecto, la mentira tal vez no consiga engañar a los demás, pero falsifica al que la hace. Y es que el decir conserva como su arcano el poder de producir lo que significa que es lo que los teólogos llaman sacramento. Los cristianos tomaron ese término del latín romano en el que refería al juramento que hacían los soldados legionarios. Jurar no es un mero prometer, sino la elevación del decir a la integridad de la vida del que jura, que por eso queda enteramente comprometida.
Eso es lo que significa «tener palabra» más allá del mero hecho de poder hablar, es decir, ser capaz de palabras que le tienen por completo a uno porque no hay doblez, porque no somos al mismo tiempo otro distinto del que habla. Al que no tenía nada relevante que decir en público, los griegos le llamaban idiota (idiotes en griego). Si se piensa bien, quien no tiene palabra porque miente, es un idiota que lo disimula.
Rector de la Universidad CEU-Cardenal Herrera
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