Opinión | EDITORIAL

Reducción o flexibilización

El Gobierno ha aplazado a la próxima semana la aprobación del proyecto de ley que reduce la jornada laboral de 40 a 37,5 horas semanales sin merma salarial. Es la medida estrella de la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que quería además hacerla coincidir con la celebración hoy del 1 de mayo. El aplazamiento no responde a divergencias internas en el Ejecutivo, que si no están superadas al menos sí acalladas, sino a que el Consejo de Ministros se dedicó ayer a estudiar casi monográficamente las causas del apagón del lunes y el modo en que van a ser investigadas. La coincidencia con el Día Internacional del Trabajo hubiese sido simplemente simbólica, porque aunque los sindicatos siguen manteniendo la convocatoria de las manifestaciones tradicionales, las marchas han ido quedando cada vez más deslucidas porque los trabajadores prefieren aprovechar el 1 de mayo para irse de puente que para plantear sus reivindicaciones.

Que el proyecto normativo no se aprobara ayer no indica, sin embargo, que no vaya a tener luz verde el próximo martes. Es, de hecho, uno de los compromisos cerrados por Pedro Sánchez con la dirigente de Sumar, y cumplirlo es ahora una necesidad para el presidente, especialmente tras la última crisis provocada por la compra de balas para las fuerzas de seguridad a una empresa israelí, que estuvo a punto de romper la coalición de Gobierno. Las divergencias entre los sindicatos, que apoyan sin matices la medida, y la patronal, que la rechaza, no van a ser freno para el Ejecutivo, que está dispuesto a llevar a cabo esa reducción de jornada sin el apoyo de los empresarios, que son, por cierto, quienes la tienen que aplicar. Está en duda, sin embargo, que ese proyecto de ley vaya a conseguir la mayoría necesaria para ser aprobado en el Congreso de los Diputados debido a las reticencias de Junts y el PNV.

Recelos entre los empresarios

Lo cierto es que esa medida, que ya se aplica en algunos sectores económicos a través de la negociación colectiva, despierta recelos lógicos entre los empresarios porque hacerla obligatoria, sin tener en cuenta la situación de las empresas y las diferentes necesidades en los horarios laborales de algunos sectores o los tamaños de los negocios, puede llevar a algunas empresas, en particular las pequeñas, a situaciones críticas e incluso a que se vean obligadas a cerrar. La reducción de la jornada se puede entender como un avance en los derechos de los trabajadores pero empeñarse en aplicarla sin la flexibilidad necesaria, en función de las áreas de actividad y de la productividad de las empresas, puede también perjudicar a los empleados que, en última instancia, podrían incluso llegar a perder su trabajo.

Cabe reconocer que las medidas adoptadas hasta ahora por el Ejecutivo, como las subidas sucesivas del salario mínimo, no han frenado a las empresas ni han limitado la creación de empleo. Pero en este caso estamos hablando de una ley que requiere más flexibilidad y un mayor esfuerzo por alcanzar el consenso con la patronal, porque el concurso de los agentes sociales en su conjunto ayudaría a una más equilibrada aplicación.

Precisa, por tanto, de una mayor reflexión y de los ajustes necesarios, también para conseguir que el proyecto obtenga el respaldo de la mayoría parlamentaria.

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