Opinión | VIVIR ES SER OTRO
La maestra
El otro día, una maestra jubilada nos contó una historia curiosa que me gustaría compartir. Trabajaba en un colegio público de la periferia con un alumnado que muchas veces no disponía de la tranquilidad y de los recursos adecuados, pero con una buena cantidad de chiquillos entusiastas y aplicados. Una de las mejores estudiantes tenía un defecto físico en el rostro que, pensó la maestra, podría comprometer su futuro. Era una lástima que la chiquilla, trabajadora, inteligente y con ganas de aprender, añadiera a su mala situación social el llamativo problema estético que resultaba reversible con una pequeña intervención médica. Así que la docente, con dinero de su bolsillo, convenció a los padres de la niña para que le arreglaran el desajuste en la cara que podía ser una barrera más en su vida profesional. Acabada la actuación del médico, el aspecto de la chiquilla resultaba agradable y parecía que se aclaraba su porvenir. Nada podría parar en el mercado de trabajo a una muchacha que se habría de convertir en una joven bonita, afanosa y espabilada. Los padres de la pequeña quedaron tan encantados que sugirieron a la maestra una atención similar para un hermano pequeño que también tenía un problema físico similar. La profesora replicó, ante la petición, que ya vería cuando el menor llegara a su clase.
Al año siguiente, sin embargo, la niña no acudió al colegio, al último curso de aquella EGB que se prolongaba hasta los catorce años. La maestra investigó y pronto llegó la gran decepción: a la chica, ya con el rostro sin mácula, sus padres le habían concertado un matrimonio y ya no iba a ir más a la escuela. La buena acción de su profesora, hecha para reforzar sus posibilidades de independencia y bienestar posterior, se había ido al carajo. Los padres, seguramente con escasos medios y una educación formal insuficiente, priorizaron el futuro de su hija como esposa a su devenir como mujer.
Angustia
Estas cosas pasan. Actuamos con la mejor de las intenciones y luego resulta que causamos un daño que no habíamos previsto. La maestra que nos lo contaba todavía sentía la angustia por aquella niña con capacidades para ser lo que ella hubiese querido. Nos dijo que supo de ella años después, y que la pobre no paraba de llorar porque su marido, un crío también, quería tener tantos hijos como hermanos. Es decir, dieciocho o diecinueve partos le esperaban a la muchacha.
Posiblemente no había maldad en aquellos padres, ni en el marido. Seguían los usos y costumbres de su entorno, de la sociedad que les había criado. A veces una ayuda exterior bienintencionada no basta para romper hábitos ancestrales. Necesitamos más, sobre todo educación, imbuir a los niños y niñas de los valores que deben preceder en nuestra sociedad: igualdad, democracia, libertad. Pero qué fácil es decirlo y qué complicado revertir ciertas cuestiones que están tan arraigadas dentro del pensamiento general.
La historia también nos habla de la implicación de los maestros, de sus ganas de asegurar un futuro mejor a sus alumnos, a veces incluso más allá de lo que sus obligaciones dictan.
Editor de La Pajarita Roja
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