Opinión | TRIBUNA
El barroco playero
La playa es un escenario privilegiado para la reflexión antropológica y social. Allí todo esta reducido a su forma elemental: la luz y el calor, el agua, el viento, la tierra, el cuerpo y la mirada. Cualquiera que frecuente esa franja litoral en la que los elementos comparecen en su simplicidad más básica, se trasporta a una naturaleza cuya sencillez es como un minimalismo abstracto de la materia.
Pero hace ya más de una década que en ese entorno de reducciones esenciales irrumpió un elemento con profusión de dragones, serpientes, hidras gigantes o aves mitológicas, grafías góticas y cenefas geométricas o vegetales: la piel tatuada de los bañistas. Ante semejante disrupción, el playero estándar reaccionó primero con desconcierto, después con curiosidad y finalmente con indiferencia habituada.
Pero esa indiferencia frustró al mismo tiempo que normalizó la que tal vez sea la más común de las motivaciones entre quienes se tatúan: singularizar el cuerpo para que pueda ser tomado por distinto por los otros y como propio por uno miso. En ese sentido los tatuajes cumplen algo así como una función basal consistente en servir como marcas de reconocimiento y de apropiación intencional.
De ahí la indecible violencia que expresaron aquellos números tatuados en los brazos de las víctimas. La cosificación que los verdugos imprimían sobre los cuerpos de los que se apropiaban, revela que el tatuaje sigue el impulso de una reapropiación del propio cuerpo cuya naturaleza libre se expresa en su dimensión ornamental. En ese sentido, el cuerpo se tatúa para singularizarlo mediante un adorno que sirve para el reconocimiento propio y ajeno.
Ciertamente, el adorno del cuerpo para exponerlo a la vista de los semejantes es una costumbre universal, señal de nuestra intensa sociabilidad y de la desnudez como fenómeno exclusivamente humano. Pero la expresión más universal de la sociabilidad y desnudez es el vestido que carece de permanencia, es variable y no se imprime en la piel. En el poner y quitar del vestido se actualiza de continuo la propiedad sobre el propio cuerpo. De ahí el asombro ante la naturaleza cuasi definitiva del tatuaje: su irrevocabilidad.
Pero deberíamos de poder salir del asombro al advertir en que es precisamente un cierto apetito de irrevocabilidad lo que conduce al tatuaje. Que sea «para siempre» no es un inconveniente para quien se tatúa, sino precisamente una dimensión de su deseo de tatuarse. Así que ese carácter indeleble expresa tanto la irrevocabilidad que la libertad apetece por sí misma, como la intensidad de la expresión de una interioridad cuyos acontecimientos se ponen y declaran a salvo del olvido. Por eso dice la psicoanalista López Mondejar, que el tatuaje es «un acto de memoria».
Fue Paul Valery quien afirmo que en el hombre la superficie es lo más profundo. Pero al trasformar el cuerpo en lienzo o archivo para lo irrevocable, el tatuaje tiene un efecto retroactivo por el que la nuda piel pasa a suponerse insignificante o ilegible como si fuera una página en blanco, o, mejor, como el muro virgen para el grafitero. Es decir, el tatuaje tal vez refuerce la cosificación de la piel y del cuerpo en la misma medida que fija sobre él una imagen particular. Así que el esfuerzo por convertir la superficie en profundidad —en intensamente personal— se resuelve, más bien, en univocidad. Es como si nuestra voz quedara coagulada en una palabra y, por tanto, dejara de ser exactamente una voz abierta y capaz de toda la amplitud de lo decible.
Aristóteles decía que el alma humana es en cierto modo todas las cosas. Y es esa amplitud la que se expresa en lo inaferrable de la mirada, en la inconcreta inespecialización de las manos y en la multivocidad significativa de la voz, el cuerpo y la piel. Sin embargo, esa unidireccionalidad expresiva es parte del objeto del deseo que el tatuaje satisface, ya sea para reapropiación del cuerpo mediante el ornato, o como expresión indeleble de una interioridad.
Cabe pensar que se trata de formas nuevas de expresión de la interioridad y de concebir los modos de apropiación del cuerpo. Pero, sin negar lo anterior, también cabe preguntarse si de modo latente pero efectivo no hay bajo todo lo anterior un déficit de expresividad de la intimidad y de su reconocimiento en el propio cuerpo; y si ese deseo de irrevocabilidad no surge precisamente de su inexperiencia, y de la fugacidad cuasi etérea como estado de la conciencia contemporánea.
Pero no es solo una cuestión de fugacidad. En su afán expresivo u ornamental, el tatuaje se vuelve redundante respecto de una piel en la que el sujeto se siente suficientemente presente. Es posible, pues, que el énfasis expresivo del tatuaje se sienta más intensamente desde la experiencia de la ausencia significativa del yo en el cuerpo, es decir, desde la evanescencia de una intimidad que precisa fijarse.
David Le Breton llama a los tatuados los «modernos primitivos» y sugiere que el tatuaje restaura la unidad y permite reencontrarse con las «raíces primitivas del ser». Puede ser, pero Le Breton señala también que los tatuajes y otras modificaciones corpóreas «llenan el vacío que en el yo crean los modos de vida de nuestra época». De esa fuga del vacío —«horror vacui»— surge también la profusa ornamentación del barroco, que no se expone tan cumplidamente a las miradas de los otros como entre nuestros bañistas playeros.
Así que la playa se nos ha transformado en el espacio privilegiado para lo moderno primitivo, y en nuestra minimalista franja litoral la desnudez se ha vuelto barroca al mismo tiempo que primitiva. No es una contradicción, el miedo al olvido, la confusión y la fugacidad nos inclina al énfasis y la redundancia.
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