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Opinión | EDITORIAL

Dos años desde el 7-O

Nadie que conozca la historia de Israel y Palestina puede ignorar que el drama que vive la franja de Gaza es la última y más dramática manifestación de una violencia que hunde sus raíces en 1948. Sin embargo, el segundo aniversario al que llegamos recuerda también que el episodio al que el mundo está asistiendo tuvo su inicio el 7 de octubre de hace dos años. Es decir, con la matanza perpetrada por Hamás y otros grupos terroristas que terminó con 1.100 israelís masacrados y 259 secuestrados. La brutalidad de esos atentados ni puede ser ignorada como si todo hubiese empezado con el asalto de la Franja por el Ejército de Israel, ni puede ser utilizada como justificación del exterminio de más de 65.000 palestinos.

La decisión de los sucesivos gobiernos israelís de colonizar tierras que Naciones Unidas había asignado a los palestinos y la negativa de organizaciones y estados árabes a reconocer el Estado de Israel, como hoy sigue haciendo Hamás (hasta 2017 sus estatutos reclamaban la destrucción de este), se han conjugado durante décadas para impedir cualquier acuerdo de paz que permita la coexistencia pacifica de dos estados. El último episodio de este ciclo infernal está a la vista. La continuidad de esta lógica constituiría un drama para los palestinos, que han visto cómo los elementos más extremistas del gobierno de Netanyahu imponían su ley, tanto en Gaza como en Cisjordania. Tampoco augura nada bueno para Israel, cuya seguridad, a largo plazo, no vendrá por sus capacidades militares, sino por su capacidad de convivir con los 400 millones de árabes y musulmanes del Próximo Oriente. El pueblo israelí merece toda la solidaridad frente a ataques devastadores como el 7 de octubre. Sin embargo, esta vez la violencia desencadenada por el Gobierno de Binyamín Netanyahu en Gaza lo ha arrastrado a un aislamiento internacional como el que Israel nunca había conocido y que se ha puesto de manifiesto en la asamblea general de Naciones Unidas, en las calles de medio mundo e incluso en el hartazgo de Donald Trump. Israel no puede pretender que el mundo le siga en la masacre que su Ejército está perpetrando en Gaza y en la violencia que sus colonos ejercen impunemente en Cisjordania. Esta violencia tiene que acabar. En primer lugar, deteniendo la invasión de Gaza y retirándose de la Franja. Y por parte de Hamás, liberando los rehenes que aún estén vivos y entregando los cadáveres de los que hayan muerto, y abriendo un proceso que permita a los palestinos recuperar las llaves de su destino.

No será fácil, tras los acontecimientos que han traumatizado a la sociedad israelí y que han provocado alarma en todo el mundo al ver en directo la destrucción de Gaza. Por el momento el único plan existente para poner fin a esta situación es el presentado por el presidente Trump, y aceptado, con reservas, tanto por Netanyahu como por los dirigentes de Hamás. A nadie se le escapan las contradicciones de una propuesta que no atiende a las causas profundas del conflicto. Sin embargo, es la única que está sobre la mesa, y cuenta con el respaldo de Europa y de la mayoría de los países árabes. Para que esta propuesta abra el camino a un proceso de pacificación, Netanyahu debe dejar de lado los elementos de su Gobierno que piensan en un gran Israel, libre de árabes, y Hamás debe asumir la responsabilidad de la barbaridad que nunca debió haber cometido y dejar que los palestinos decidan su futuro.

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