Opinión | Editorial
La cultura bajo sospecha
El estreno de Caza de brujas ha vuelto a poner sobre la mesa un debate que atraviesa el mundo de la cultura: la cancelación. La película, dirigida por Luca Guadagnino y protagonizada por Julia Roberts, narra un caso de agresión sexual en un campus universitario estadounidense. Durante los últimos años, cineastas afamados, artistas consagrados y otras figuras públicas han visto comprometidas sus trayectorias profesionales tras desvelarse comportamientos, declaraciones o actitudes, a veces del pasado, que a ojos del presente resultan inaceptables. Como un resorte inmediato, la revelación ha venido acompañada de rechazo social, ruptura de contratos, desaparición de los circuitos culturales y, en los casos más críticos, la exclusión de la vida pública.
La llamada cultura de la cancelación nació como un intento de reparación simbólica ante las injusticias históricas y como un revulsivo ante la falta de respuesta institucional frente a los abusos del poder. Denunciar la discriminación sexual y racial es una cuestión de justicia, pero la polarización de las redes y la crispación social han pervertido la esencia del fenómeno. Con demasiada frecuencia, la protesta ha derivado en una gramática punitiva que ha convertido la crítica en una condena.
Así como en el ámbito privado cada empresa puede decidir con quién quiere asociar su imagen, parece evidente que la cultura financiada con fondos públicos debe responder a un criterio ético. Resulta de difícil justificación subvencionar a quien comete actos delictivos o actúa en contradicción con los valores democráticos. Pero hay una línea muy fina entre la legítima salvaguarda social y la censura. Cruzar esa frontera puede convertir a la cultura en un espacio acechado, donde la sospecha se erige en condena y la reputación acaba pesando más que la obra en sí.
Es importante distinguir entre escrutinio riguroso y linchamiento público. La creación de listas negras ideológicas erosiona la libertad de pensamiento. No se trata de defender la impunidad, sino de tratar de construir un debate público complejo y profundo, alejado de la simplicidad del blanco y negro, donde tengan cabida los matices. Si no hay espacio para la reflexión compartida, se impone una lógica de exclusión. Al fin, un empobrecimiento colectivo.
Sustituir el diálogo por el señalamiento cercena la fuerza liberadora de la cultura. En una triste contradicción, la cancelación puede acabar beneficiando a las mismas estructuras de poder que quería combatir. Lo que nació como un gesto emancipador acaba proyectando la misma lógica punitiva conservadora. El desafío está en encontrar respuestas más allá del castigo. Del mismo modo que la cultura se empobrece cuando la conversación se reduce a la condena, tampoco puede haber justicia si se niega la presunción de inocencia. El juicio moral sin abordar el contexto, escuchar todas las voces y aportar las necesarias garantías de protección solo reproduce la desigualdad bajo distintas formas.
La cancelación no solo empobrece al conjunto de la sociedad, también socava la capacidad creativa. Genera miedo y autocensura entre los creadores, que temen ofender con su obra o quedar fuera del circuito. La historia ya ha conocido demasiadas hogueras prendidas en nombre de la virtud. Solo si se entiende la cultura como un espacio común de reflexión, debate, libertad y resistencia puede impulsarse la transformación social.
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