Opinión | LA RUEDA
La cabeza del hombre feliz
El periodista e historiador holandés Rutger Bregman cuenta en su libro Ambición moral la historia del hombre más feliz del mundo, hasta donde se ha podido medir. Quizá hay otra persona más feliz del mundo porque los neurólogos afinaron sus mediciones o han ampliado la competición.
El campeón mundial de felicidad 2001 fue Matthieu Ricard: creció en París, se doctoró en Genética Molecular en el Instituto Pasteur y a los 26 años se largó al Tíbet a estudiar con los grandes maestros budistas. Años después alucinó al departamento de Neurología de la Universidad de Wisconsin con su nivel de ondas gamma en una resonancia magnética. El lateral izquierdo de su córtex prefrontal, que se asocia a la felicidad, era una fiesta, y el derecho, relacionado con los pensamientos negativos, iba casi a cero.
La receta resultó ser que su control mental para espantar pensamientos negativos era pura gimnasia budista, una vigorexia de la mente trabajada durante 60.000 horas de meditación que Bregman hace equivaler a 30 años de trabajo.
Utilitarismo moral
Bregman, que subtitula su libro Deja de malgastar tu talento y empieza a cambiar el mundo, concluye al respecto que en ese tiempo Ricard trabajó poco por los demás, no movió un dedo por hacer del mundo un lugar mejor. Acepto su utilitarismo moral, aunque valoro que Ricard tampoco hizo nada para que el mundo fuera peor.
Lo fascinante de este relato lo anticipó Tolstói en su cuento La camisa del hombre feliz, en el que un trovador indica a un rey enfermo que sanará si encuentra a un hombre feliz y viste su camisa. El rey encarga una expedición de búsqueda. En el cuento y en la vida del monje se concluye lo mismo: el hombre feliz no tenía camisa.
Si, para seguir desmintiendo a la sociedad de consumo, la felicidad solo se logra con culturismo mental, lo mejor es abandonar el ideal de conseguirla y conformarse con un contento fijo discontinuo.
Periodista
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