Opinión | Editorial
Atascados en la nueva factura fiscal
Castellón avanza hacia una nueva fase de control tributario con la implantación del sistema Verifactu, el programa que obligará a empresas y autónomos a enviar sus facturas en formato digital y con registro seguro directamente a la Agencia Tributaria. La medida, que será obligatoria a partir del próximo 1 de enero, tiene un objetivo incuestionable: reforzar la transparencia y la trazabilidad de las operaciones económicas, cerrando así el espacio a la manipulación de datos y a las facturas falsas. En otras palabras, combatir de forma estructural la economía sumergida.
Sin embargo, el modo en que se está articulando esta transición revela un viejo mal de la Administración española: la distancia entre la intención política y la realidad operativa. El Estado legisla con rapidez, pero acompaña con lentitud. Y en el camino deja a miles de pequeños empresarios y autónomos ante un reto que no solo es tecnológico, sino también cultural y financiero. Las cifras hablan por sí solas. En provincias como Castellón, solo las medianas y grandes empresas han podido actualizar sus sistemas informáticos y realizar pruebas piloto con el nuevo modelo. El resto -una abrumadora mayoría de pymes y autónomos- continúa trabajando con facturas manuales o en hojas de cálculo. Para ellos, el salto digital exigido por Verifactu no es un simple cambio de programa, sino una transformación de su manera de entender la gestión diaria.
El sistema exigirá que cada factura incorpore un código QR tributario, un registro inalterable y la posibilidad de enviarlo de manera automática a Hacienda. Las sanciones por incumplimiento serán severas: multas que pueden alcanzar los 50.000 euros . El problema no radica tanto en el control, sino en la falta de acompañamiento, pese a los enormes esfuerzos de las gestorías y la Cámara de Comercio que, conscientes de la situación, vienen multiplicando su labor informativa con el fin de explicar lo que el propio Estado debería haber difundido con claridad desde hace meses.
Este contexto genera un riesgo evidente: que una herramienta concebida para promover la equidad acabe acentuando la desigualdad. Las grandes corporaciones, con departamentos de contabilidad informatizados y asesoría fiscal permanente, ya están adaptadas. Pero para un pequeño bar, un comercio minorista o un taller familiar, la obligación de invertir en software, conexión estable y formación supone un esfuerzo desproporcionado. Si no se corrige esta asimetría, la digitalización fiscal puede transformarse en una nueva barrera económica que ahonde la brecha entre los que pueden y los que no. No se trata de cuestionar la necesidad de Verifactu. De hecho, experiencias previas, como la aplicada en el País Vasco, demuestran que la fiscalización digital reduce la evasión y mejora la recaudación sin aumentar la presión fiscal directa.
La transformación digital del fisco debe asumirse como un proceso de modernización colectiva, no como un trámite coercitivo. De lo contrario, lo que podría ser un salto hacia la transparencia se convertirá en una fuente de temor, desinformación y resistencia. El Estado no puede actuar como un mero fiscalizador; debe ejercer también como garante de la equidad en la transición digital.
Verifactu puede ser una oportunidad para modernizar la relación entre Hacienda y los contribuyentes, pero no lo será si antes no eliminamos la opacidad a la que estamos tan acostumbrados. Hará falta algo más que tecnología y mucha pedagogía en todo caso.
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