Las rampas, los aparcamientos para discapacitados, la traducción para sordomudos, la integración en las escuelas, las cuotas en las empresas, las ayudas. Todo esto, que ya forma parte del paisaje físico y cultural de nuestra sociedad no se entendería sin una de las leyes fundamentales de la democracia española, la ley de integración social del minusválido (LISMI), cuyo 30º aniversario celebró ayer lunes el Congreso de los Diputados.

Ese gigantesco salto adelante fue el fruto del consenso en una época en la que la unanimidad sí formaba parte del paisaje político. Aunque no fue nada fácil. La comisión encargada de redactarla tardó cuatro años plagados de movilizaciones de un asociacionismo muy activo. Una de claves del éxito fue el liderazgo que ejerció el presidente de la comisión, Ramon Trias Fargas, que convirtió la aprobación de la norma en un empeño personal y político, motivado como estaba porque vivía la discriminación en casa, en las carnes de un hijo que padecía síndrome de Down.

Otra lectura en clave de actualidad es que “la crisis económica no fue entonces obstáculo” para la aprobación de una ley que comportaba gasto público y obligaciones para las empresas, como recordó ayer la diputada Lourdes Méndez.

¿Cuál fue el cambio fundamental que introdujo? Aunque parezca mentira “en esa época el discapacitado no salía de su casa”, recordó el presidente de Cermi, Luis Cayo Pérez. ¿Qué retos quedan ahora? En primer lugar, “que la crisis no sea una excusa para ir hacia atrás”, como advirtió la diputada del PSOE, Laura Seara. También que sea realidad la integración laboral uno de los objetivos eternamente incumplidos. Solo el 12% de las empresas reservan la cuota del 2% a empleados discapacitados que fijó la norma. H