La escarpada aldea de Santa Mariña, a los pies del cementerio de los ingleses y al final de una pequeña carretera que va a morir al mar, cobija todavía entre sus rocas restos solidificados de chapapote del Prestige. Un triste recuerdo de la negligencia y la avaricia humanas. «¿Once años? ¿El miércoles? Ni me acordaba». Ángel Martínez Suárez, alias Jeremías, regresa hambriento de faenar. Son las dos y media de la tarde, hace un espléndido día de sol en toda Galicia y apenas carga unos 40 kilos de pulpo y unas pocas nécoras que se irán directas para A Coruña.

Hace tres años que el mar anda poco generoso, se lamenta Jeremías, y los precios en las lonjas cayeron en picado. Apenas una veintena de hombres mantienen la tradición de la mar en la aldea. ¿Mañana estará atento? «¿Atento a qué?» A la sentencia del juicio del Prestige. «No me interesa. ¿Acaso mejorará en algo mi vida? Ha pasado mucho tiempo. Ya casi nadie se acuerda de aquello».

Y como Jeremías, Chocolate, Mouziño, Yarmir... Todos los que se van acercando al muelle de la aldea hablan con tanta frialdad del Prestige que cuesta recordar que este recóndito lugar fue el último al que llegaron las brigadas de limpieza. Y donde hoy huele a mar y la brisa golpea fresca la cara, hace 11 años apestaba a petróleo y costaba respirar.

Absolutamente nadie en este lugar ha seguido el juicio sobre el accidente. Ellos vivieron de cerca el desastre ecológico y presenciaron también cómo la rotura del viejo petrolero monocasco se convirtió en una fuente de ingresos inimaginable para algunos pescadores, mariscadores y percebeiros. Recibían un sueldo por la veda y otro por limpiar las costas. Había familias en las que cada mes entraban más de 10.000 euros limpios. «Ya podría venir otro Prestige», masculla un viejo pescador. Nadie le riñe, porque en el fondo todos piensan lo mismo. Aunque la mayoría se avergüenzan de pensarlo.

Tras la veda que impuso el Prestige, el mar se repobló con tanta generosidad que cuando los pescadores regresaron descubrieron peces que no habían visto en su vida. Fueron dos años gloriosos.

«El ser humano es depredador y no fuimos capaces de conservarlo. Algunos han sido mucho más dañinos que el Prestige». Lo dice Ermindo Mouzo Castro, alias Yarmi, de 26 años, cuarta generación de pescadores. Tenía 15 años cuando el accidente. Intentó limpiar, pero no le dejaron por la alergia. Al joven pescador le duele la codicia de ahora más que aquel chapapote imborrable todavía en algunas rocas.