En su libro Ghettonation, la escritora norteamericana Cora Daniels apuntaba en el 2007 que la palabra gueto se había convertido en sinónimo de «dientes de oro, biberones llenos de Pepsi y madres solteras». Y lo chocante del caso es que mientras departamentos universitarios dedicados a la negritud pedían que se abandonara el término por su ominosa colección de estereotipos y estigmas, el gangsta rap llenaba la MTV con ese glamur marginal que gira alrededor de narcos afroamericanos que pasean con sus compinches en Cadillacs descapotables y que, cuajados de oros y mujeres, parecen tener el superpoder de fusilar con una sola mirada.

Esa épica (y lírica) del trapicheo, la supervivencia callejera, el dinero rápido, la astracanada y la ostentación no había llegado a España hasta la infecciosa irrupción del trap, ese hijo bastardo del hip hop y hermanastro del reguetón que se inició en los suburbios de Atlanta (trap viene de trapichear) en los 90 y que, como apunta el filósofo Ernesto Castro, ha sido «la voz de las víctimas de la crisis de los opiáceos». El resto ya es historia (contemporánea): la chispa saltó al circuito latino y de ahí a este lado del Atlántico hasta prender en fenómeno global.

Así, el trap es la música generacional y callejera que escuchan los adolescentes del parque con el móvil conectado a los altavoces. Pero también es el último y fabuloso hueso que olisquea el mercado. Las discográficas rastrean internet y las barriadas en busca del próximo Bad Bunny y los festivales encuentran en las músicas de calle un recambio para el star system pop.