Bombero, policía, oficial del Ejército, guardaespaldas, cinturón negro séptimo dan de kárate y seleccionador búlgaro de esta disciplina, e incluso jugador de fútbol de segunda división habiendo rebasado ya el medio siglo de vida. El currículum de Boiko Borisov es tan prolífico y variopinto que hasta cuesta creer que no fuera el aficionado amateur que el año pasado descubrió y dio nombre al cometa interestelar Borisov. Pero no, por más fe que tengan los fervientes seguidores en el primer ministro búlgaro, su poliédrico desempeño no alcanza (aún) los hallazgos astronómicos.

Lo que parecería una trayectoria excepcional para cualquier mortal es apenas una rutina para alguien acostumbrado a conseguir todo aquello en lo que se empeña. Como perpetuarse en el Ejecutivo del país balcánico desde el 2009, con apenas dos brevísimos paréntesis: a caballo del 2013 al 2014, cuando las protestas sociales, las mismas que le llevaron a dimitir, se llevaron por delante la liviana coalición entre los socialistas y la minoría turca y Borisov retomó el poder; y en mayo del 2017, cuando recobró sin mucho esfuerzo la poltrona que cedió pocos meses atrás al renunciar al cargo después de que su candidata sucumbiera en las elecciones presidenciales.

Golpear, amagar y esperar hasta encontrar la debilidad del adversario. Como si de un combate se tratara, el habilidoso estilo de este dirigente, nacido hace 60 años en el seno de una familia media de la Bulgaria comunista, le ha servido para forjarse una de las más longevas carreras en la primera línea política de la Europa coetánea.

El poder de la mafia

Pero lo que luce como el currículum brillante de un hombre hecho a sí mismo se ensombrece al reparar en sus gestos. Sus detractores apuntan al populismo de sus formas para tratar de esconder la vacuidad de un programa que se ha decantado por completar algunas de las grandes infraestructuras que se precisan, pero que se ha mostrado incapaz de acometer las necesarias reformas socioeconómicas de un país sobre el que recae la infausta etiqueta de ser el más pobre y corrupto de la Europa comunitaria desde su ingreso, en el 2007.

Muchas otras estadísticas refuerzan esas críticas: uno de cada cinco ciudadanos traspasa el umbral de la pobreza en un país donde el sueldo medio apenas se acerca a los 400 euros y el PIB per cápita no supera el 50% de la media europea, según datos del 2018. Con esos mimbres, se hace tan acuciante como improbable una lucha efectiva contra el crimen organizado una de las grandes lacras de la sociedad búlgara que se perpetua ante la sospechosa laxitud de las autoridades.

Un reto notable que acompaña a Borisov desde su aterrizaje en política, en el 2001, como hombre de confianza en la etapa presidencial del rey Simeón para coordinar la lucha contra la temida mafia búlgara. Antes había sido su guardaespaldas, como lo fuera años atrás de Todor Zhivkov, después de que el líder del Partido Comunista de Bulgaria fuera destituido, arrastrado por el maremoto de la caída del Muro de Berlín en los países del Telón de acero.

Un hombre de acción

A falta de aptitudes más ortodoxas en las altas esferas, su consolidada fama de hombre de acción, su pragmatismo y su gusto por el negro le han valido el sobrenombre de Batman y le han granjeado la fidelidad de una legión de votantes, que empatizan con él y sus orígenes humildes. Gracias a todo eso, apenas cuatro años después ya volaba solo y lograba la alcaldía de Sofía mediante una formación de nuevo cuño, Ciudadanos por el Desarrollo Europeo de Bulgaria (GRB), fundada inicialmente como oenegé.

Tras completar el mandato, ya se postulaba con éxito para liderar el Gobierno de Bulgaria, derrotando al propio Simeón. Su Ejecutivo ha mostrado puño de hierro con la inmigración, ampliando el muro con la frontera turca, y ha afianzado la relación con la UE por su postura abiertamente proeuropea, que le aleja de los axiomas innegociables del Grupo de Visegrado y le reconcilia con Bruselas tras los tirones de orejas que le dedica periódicamente por las numerosas asignaturas pendientes que se le acumulan. Demasiadas, incluso para Batman.