"Consiento en mi morir/con voluntad placentera/clara e pura”. Con esta rotundidad y entereza manifestada por don Rodrigo Manrique acaba la elegía que le dedicó su hijo, una de las cumbres de la literatura universal.

Javier hubiera asumido la totalidad de estas palabras, sin dudarlo. Sus profundas convicciones religiosas lo hubieran guiado en esta determinación. También el haber sentido en todo momento y a la largo de su vida la cercanía de su familia, con la que sentía un vínculo que más allá de la mera afinidad biológica se convirtió en una pasión que orientó todos sus actos. En definitiva, por una vida en la que siguió el ejemplo de su padre, Luis Vellón, por el que el tuvo devoción.

Ha dejado para la posteridad la imagen que todos desearíamos, la de una persona cuyos actos estuvieron marcados por la integridad y la coherencia con sus planteamientos éticos y emocionales. Fue un hombre bueno, sobre todo y ante todo.