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Catástrofe natural

La vida reducida a una caravana por el volcán de La Palma

Ana Jéssica Acosta vive junto a su marido, su hijo, su nieta, sus padres y sus suegros en una ‘roulotte’ aparcada en un garaje

Los palmeros afrontan con tristeza la pérdida de sus hogares, sus negocios y sus recuerdos

Los palmeros afrontan con tristeza la pérdida de sus hogares, sus negocios y sus recuerdos

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Los palmeros afrontan con tristeza la pérdida de sus hogares, sus negocios y sus recuerdos Alberto Castellano

Son las ocho de la tarde cuando el atardecer pinta un cielo espectacular que invita a contemplarlo. La idílica imagen contrasta con lo que está ocurriendo en el Valle de Aridane. De un garaje situado junto a los pilares de un puentes de la Circunvalación de Los Llanos sale un profundo olor a comida. Cualquiera diría que dentro se está cociendo algún tipo de carne con salsa. “Son potas”, corrige Ana Jéssica Acosta, una madre que a sus 42 años ya puede decir que es la joven abuela de Yainil, una niña de 4 años que corretea por la calle.

Nieves, pensativa, espera en el garaje que han improvisado como vivienda tras ser desalojados por el volcán.. Andrés Gutiérrez

El volcán de Cumbre Vieja le ha dado una enorme bofetada a esta familia. De vivir de su tienda de ropa y complementos situada en la carretera principal de Todoque, ha pasado a pasar angustiosos días dentro de una caravana aparcada en un garaje. Ana Jéssica salió con lo imprescindible junto a su marido José Alejandro González, sus hijos Adonay y Yaiciel y sus suegros, Nieves y Pedro, al ver el volcán nacer a unos kilómetros ladera arriba de su casa. Dejó atrás su hogar y su negocio para pasar a vivir dentro de una roulotte aparcada en la explanada de Argual donde se celebra el rastro de Los Llanos de Aridane.

Allí estuvieron conviviendo, como podían, seis personas hasta que llegaron los “ángeles de la guarda”, como define Jéssica a sus amigos Nieves y Alberto. Estos adecentaron su garaje para acogerlos, para que tuvieran más intimidad. En ese cuarto de bloques intentan recobrar ahora una relativa normalidad. En el vehículo duerme el matrimonio junto a sus hijos y su nieta cuando le toca a Adonay la custodia. En un “cuartillo” lo hacen los suegros.

Con los estampidos del volcán de fondo, Ana Jéssica cocina las potas que huelen que alimentan. El plato "requiere de tiempo de cocción" para que el pescado se ablande, comenta esta abuela. El otro chef de la casa es su padre Toño, quien todas las noches aparece con unos tappers llenos de comida para los suyos. Hoy toca de postre un queque aún caliente, “recién sacado del horno”, que luce esplendoroso sobre la mesa. De fondo, el Gran Wyoming aparece en la pequeña tele situada sobre la nevera. Está encendida, pero nadie le hace caso. José reconoce estar “harto” de escuchar noticias sobre el volcán y todo lo que tenga que ver con esta desgracia. Ellos prefieren hablar, jugar con la pequeña perra yorkshire de nombre Nemo o mirar el móvil para evadirse por un rato de la tragedia en la que se han visto inmersa de la noche a la mañana. O simplemente permanecen sentados con la mirada perdida, pensativos, esperando a una cena con la que romper la monotonía de horas de desesperación.

Jéssica Acosta prepara unas potas en salsa en el garaje dónde viven después de que ser desalojados de Todoque tras la erupción. Andrés Gutiérrez, A. Castellano

La familia ha improvisado un ropero con una línea sobre la que cuelga la ropa oculta bajo bolsas de basura para que no se ensucie. Las cajas de cartón recuerdan a Jéssica que su tienda sigue estando allí, en Todoque, donde la lava ha dado una pequeña tregua que no saben si es definitiva. Esta situación acrecienta una incertidumbre que machaca la cabeza de los vecinos. “No me quiero hacer ilusiones”, dice esta mujer, que asegura ser “una afortunada” en comparación con sus vecinos porque por ahora puede decir que tiene un hogar adonde ir, aunque no sabe por cuanto tiempo. Su marido José apunta que no quiere saber nada. “Cuando esté parado [el volcán], si aún sigue en pie, diré: ‘Escapó la casa’”. Mientras tanto: “No hago caso a nadie, ya me da igual, me da lo mismo”. “Estamos hartos”, sentencia.

Si el volcán arrasa con la vivienda y el negocio, Jéssica afirma que no sabrán adónde ir. Lo perderán todo, incluso la caravana que ahora les da cobijo. "Ya vendrá el banco a quitármela cuando no pueda pagarla". Sólo espera que todo se acabe para volver a abrir su tienda, Sueños Nayai en homenaje a sus hijos Adonay y Yaiciel. Más que sueños, lo que están viviendo una pesadilla de la que quieren despertar. Lo peor de todo es que es real.

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