Falleció este miércoles en Castelló el reconocido dermatólogo Javier Vicente Queralt, dejando un vacío tan amplio, como la intensidad del cariño que él supo ofrecer a los suyos y el que recibió de todos aquellos que tuvieron la fortuna de conocerle. Una enfermedad terrible puso a prueba su carácter humano, afable, risueño y cautivador que no perdió ni en sus últimos momentos.
Me decía su hermano Rafael, al recibir mi pésame, que hasta el final mantuvo su lozanía efusiva. Los dos hermanos, porque lo eran en grado sumo, en su relación terminal, bebían un dedito de vino para encontrarse en una chispa de alegría, y combinar su vínculo en un cariño con una alegría casi sacramental.
Su profesión de médico de reconocida ejecutoria, le hizo saber desde el principio cuál era la enfermedad que le aquejaba y cuál era el destino que le marcaba el diagnóstico. Con resignación y con el valor de los más fuertes aceptó la situación, siendo un ejemplo de dignidad y coraje que extasió a todos los que le rodeaban. Así fue, pues nunca dejaron sus labios de dibujar la cautivadora sonrisa que identificaba en mayor medida su carácter. Con todo, diré que era normal. El doctor Vicente siempre aceptó las dificultades afrontándolas con decisión y valentía y sin perder la sensación cordial y risueña de su carácter que le hizo granjearse, tantos aprecios y, por supuestísimo, el cariño de su esposa, hijos, familiares y conocidos que los tuvo a millares.
Por su elevada estatura y generosa complexión se ganó el hipocorístico de El peque por el que le conocieron todos los que se gozaron de su vínculo. El peque era grande muy grande, en anatomía y en integridad. Precisamente el afecto entrañable y cariñoso, crearon para él ese apelativo, porque su carácter risueño, cercano, amable y cariñoso era el de un niño grande. Las características de esta etapa primera de la vida, como la ternura, la dulzura, la simpatía y el encanto estaban siempre presentes en él. Era imposible no despedirse de su persona, en alguna coincidencia callejera, sin que a su interlocutor no le dejase con una sonrisa de afabilidad y aprecio. Y es que era así: buen conversador, erudito, afable en el trato y vinculante a más no poder en el afecto.
En su profesión de médico especialista en dermatología, su amplia formación, su afán por el estudio, le convirtieron en uno de los más reputados galenos en su labor. Su buen trato en la consulta, ora en el Hospital Provincial como en su despacho particular, le hicieron ser especialmente apreciado por la clientela. Y de ello puede dar fe quien esto escribe, porque me atendió en algunas ocasiones. Pero --ojo al dato-- no hablo en primera persona, si no en el plural de las opiniones de mucha gente que estaba enormemente satisfecha con su ojo clínico, su sabiduría y su afable entrega al enfermo.
No quiero olvidarme de su afición más singular: su afán deportivo por la marcha. Javier era un gran caminante, que se sentía ufano de sus kilométricos paseos diarios. Y el galeno andarín, no solo daba gusto a los pies, si no a los ojos, pues miraba con sagacidad de investigador todo cuando en el deambular se ofrecía ante sus ojos, para interesarse y entender en el mayor grado posible, la magna obra del Creador en la naturaleza. Su afán científico, era realmente franciscanista.
Esa afición por el marchar, le llevo a publicar dos libros con itinerarios cuyo punto se salida y llegada siempre era el mismo: Castelló, la ciudad que amó con delectación de cuna. Los textos formativos, didácticos y versados nos ofrecen, en su relato, la dimensión personal de su ser. No me puedo olvidar de su generosidad que le llevó a colaborar con entidades científicas, culturales y festeras (entre ellas Els Cavallers de la Conquesta) que supieron de su interés magnánimo y su afecto por las costumbres de su pueblo.
Una persona irrepetible con talento, humanidad, simpatía a la que será muy difícil olvidar porque se había ganado a pulso, la simpatía de todos. DEP.