2.000 castellonenses reciben cada año una carta en la que se les comunica que han sido seleccionados por sorteo como candidatos a participar en cualquier proceso judicial que requiera de jurado popular durante el periodo de dos años. Para cada caso de estas características son llamadas 36 personas, que disponen de dos meses para presentar alegaciones.

De los que no consiguen escaquearse, tan sólo 11 tendrán la fortuna de participar definitivamente en el proceso. Por ley, estos juicios versarán sobre delitos contra las personas, los cometidos por funcionarios públicos, contra la libertad y la seguridad o por incendio. Si atendemos a las leyes de la probabilidad, ¿quién iba a imaginarse que a uno le podía tocar?

Pues, efectivamente, yo fui uno de ellos. Resulté elegido de entre los más de 25 candidatos que estuvimos presentes en el proceso de selección, por difícil que pueda parecer, para participar en el juicio contra Eleuterio Bellver. Después de acceder a la sala, la fiscal, la acusación particular y el abogado de la defensa nos comenzaron a "interrogar" uno por uno, siempre bajo la atenta mirada del juez y el secretario judicial.

Las preguntas que nos plantearon para evaluar nuestras aptitudes como jurado fueron de índole personal y moral. Una de las cuestiones a la que casi todos los candidatos tuvimos que contestar era la de qué opinión nos merecían las penas, si, en definitiva, nos parecían "duras o blandas". Tras responder a ésta y a algunas preguntas más, cada una de las partes decidía, en función de lo que se había contestado, si recusar al candidato o, por el contrario, prefería aceptarlo.

Una vez todos reunidos empezó el trabajo. La tarea no era fácil. Para las personas que no somos expertas en Derecho (lo que se busca en un jurado popular es que sus miembros no tengan demasiados conocimientos sobre la materia), decidir si una persona es culpable o no, si se trata de un homicidio o un asesinato, si existen agravantes y/o atenuantes, etc., supone una responsabilidad enorme. De hecho, muchos afirmaron no poder parar de pensar en ello durante los días que duró el proceso, y algunos de ellos incluso tuvieron que tomar tranquilizantes para poder conciliar el sueño.

Durante cuatro días pasaron por delante de nuestros ojos el propio acusado, familiares de la víctima, médicos, guardias civiles, forenses, psiquiatras y psicólogos. Ya por último, las tres partes nos comunicaron sus conclusiones, demandando cada uno de ellos una pena diferente para el presunto autor de los hechos.

Y llegó el esperado día de las deliberaciones. Los nueve miembros titulares del jurado (los dos suplentes pudieron marcharse llegado este momento, aunque debían permanecer localizados por si acaso) llegamos al juzgado preparados por si hubiese que pasar la noche fuera de casa, pues ya habíamos sido advertidos de que si no alcanzábamos un acuerdo sobre el veredicto en ese mismo día, seríamos trasladados a un hotel de Castellón, en donde cenaríamos y pernoctaríamos hasta el día siguiente. ¡Ah, eso sí!, sin poder ver la televisión ni escuchar la radio, y así no romper la comunicación.

Durante cerca de ocho horas (tan sólo interrumpidas cuando nos dispusimos a comer), el jurado permaneció reunido, encerrado bajo llave. El juez nos entregó el objeto del veredicto, un documento con preguntas formuladas por él mismo a las que debíamos contestar y gracias a las cuales él impondría la pena. Tras ponernos de acuerdo en cada uno de los puntos se llamó al acusado para comunicarle la decisión: culpable por asesinato. Ahí acabó nuestra función. Los agentes de sala nos informaron de nuestro derecho a recibir 60 euros por cada día de juicio, gastos en transporte aparte. Y fue de esta forma como se puso punto y final a esos cinco difíciles días en los que cada uno de nosotros se vio obligado a convertirse en juez, aunque sólo fuese por unas pocas horas.

Han sido muchas las personas de mi entorno que me han preguntado sobre si es realmente útil un jurado popular. "¿Pero y el juez no está para estas cosas?", me decía una de ellas. Y es que, incluso entre nosotros mismos, había división de opiniones. "La gente que no somos jueces valoramos más los sentimientos que los hechos", aseguraba una de mis compañeras.

Yo no lo sé. Ni siquiera podría decir si ése es un motivo a favor o en contra. Pero sí tengo clara una cosa. Esta experiencia me ha servido para observar que algunas de las críticas que recibe la Justicia no son siempre precisas. El mundo de la judicatura es un mundo complejo, en donde -no lo ovidemos-, todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

Después de superar este trámite (varias personas no fueron aceptadas por alguna de las tres partes), accedí a una sala en la que, al cabo de cerca de una hora, nos vimos las caras los 11 finalistas. Albañiles, panaderos, administrativos, universitarios, vigilantes nocturnos, profesores...; todo este rosario de profesionales y estudiantes cambiamos nuestros quehaceres diarios para cumplir con la misión encomendada, es decir, decidir la culpabilidad (o no) del acusado.

Aunque pueda parecer extraño, en pocos minutos se estableció entre nosotros un vínculo muy especial, quizás, tal y como me comentó una de mis compañeras del jurado, porque nada más conocernos "parecía que fuéramos amigos de toda la vida".