Como cada pequeño pueblo, aldea o vecindario, cada insignificante núcleo urbano donde nunca pasaba nada ­—nada más que lo rutinario— y de repente pasa algo, la apacible pedanía de Castellar-Olivares va teniendo que acostumbrarse poco a poco a la idea de que lo malo no ocurre solo en otras partes. Un vecino, uno cualquiera, simpático y agradable, como todos, que montaba en bicicleta con este, que jugaba con los niños de aquel, que era “bellísima persona”, que todos conocen de siempre, de “toda la vida”, porque nació aquí, aquí mismo, y era por lo tanto uno más, del que todos pensaban que solo podía hacer las mismas cosas que hacen todos, ha causado estupor y pasmo, incluso miedo, porque ha resultado que también puede matar. Se llama Francisco Planells y el viernes por la noche asesinó (de momento, y hasta el juicio, presuntamente) a tres vecinos de su edificio, además de herir a otros dos y dejar en el aire la sensación, que a unos no deja dormir, de que habría seguido si se lo hubieran permitido. La tranquila (al menos otrora) pedanía, lindante con Valencia por el sur, está conmocionada.

Es estremecedor que a Francisco, que tiene 33 años, lo hubieran visto poco antes paseando de la mano a su hija; es estremecedor que se sentara en el bar de la esquina y pidiera un café y se lo hubiera tomado como si nada, y hubiera incluso hallado tiempo, sosiego, el espíritu adecuado para jugar un rato en las tragaperras; es estremecedor que fuera Francisco, el chaval majo que muchos conocen. “Yo estaba aquí abajo cuando se lo llevó la Guardia Civil. Y decía: ‘¡Madre, que se me llevan!’. Como si no diera crédito, como si no supiera lo que estaba sucediendo, como si se hubiera olvidado de lo que había hecho. O como si no lo hubiera hecho”.

LOS HECHOS // Francisco, su mujer y su niña viven en la segunda planta. Puerta 6. La verdad más extendida es que el presunto asesino, armado con un cuchillo, llamó primero a la puerta 5, la de al lado, y que al niño que fue a abrir (tenía 13 años) lo mató. Luego mató al padre, que acudió a ver qué pasaba. A la madre no la mató, pero las heridas que le infligió la tienen en cuidados intensivos. Después, Francisco se dirigió a otra puerta, llamó, le abrió una señora de 70 años, dicen unos, 80, dicen otros, y también la asesinó. Otro vecino que trató de quitarle el arma resultó herido, aunque no de gravedad. Y fue en este punto, al hablar de los detalles escabrosos, cuando algunos dicen que el cuchillo se partió en dos: la hoja, enterrada; el mango, en manos del asesino.

En general, hay una sensación tan asentada de que todo esto ha ocurrido en familia, y un convencimiento tan extendido de que en familia no pasan estas cosas, que todos lo atribuyen a un momento de demencia. “Se le fue la olla”. “Se volvió loco”. Porque es imposible que lo haya hecho a propósito y sabiendo. H