Tenía 23 años, estudiaba tecnología, le gustaba el rap, engominarse el pelo y nunca faltaba a la visita semanal a su familia. La vida de Saifeddine Rizgui era de una normalidad aplastante hasta que tomó un kalashnikov y durante 60 minutos se dedicó a asesinar a sangre fría a los turistas que disfrutaban de las bellas playas tunecinas. Seleccionó sus objetivos como si fuera un juego. Y fue disparando. Hasta que la policía le abatió. Una hora matando. Imposible imaginar lo que pasa por la cabeza de un asesino durante todo ese tiempo. Imposible comprender la serenidad con la que va caminando y seleccionando sus víctimas. Una hora sin asomo de conciencia ni de arrepentimiento. Sobre la arena, Rizgui dejó mucho más que 38 cadáveres. En un trágico efecto dominó, junto a esos cuerpos cayó el dolor de todos los que les amaban y, también, el futuro de millones de tunecinos.

Túnez es la prueba de que un país árabe de población musulmana también puede ser democrático y laico. Su sola existencia amenaza al fanático Estado Islámico. En su paseo siniestro, Rizgui thirió de muerte a la industria turística. Con su desplome, el riesgo de hundimiento económico es evidente yla desestabilización política. Demasiado daño para un solo hombre. Demasiado para permitir que su juego letal acabe haciendo caer a millones de personas. H

*Periodista