Querido lector:

Los problemas se le acumulan a Alberto Fabra con los colegios en la provincia de Castellón a tan solo tres meses de las elecciones autonómicas y municipales. Y no es un problema politizado o sindical como los habidos con los partidos de la oposición, sindicatos docentes y otros colectivos a lo largo de la legislatura en relación a la implantación de la educación plurilingue y promoción del inglés, la FP dual, la introducción de tablets y nuevas tecnologías, las protestas por el valenciano, los debates sobre jornada continua o los sobre educación pública/educación concertada.

Estos problemas le han saltado a Fabra tras prometer presupuesto y fecha para la construcción o reformas de una serie de colegios relegados de otras anualidades y pendientes varios años, la mayoría de ellos en municipios gobernados por el PP, cuyos alcaldes hartos de las promesas incumplidas y de las dilaciones, se han puesto al lado de los padres y los chavales para exigir que se solvente la situación de agravio y se liciten las obras. En esta situación se encuentran los colegios del Raval Universitari de Castellón, de Almassora, de Nules... con protestas, concentraciones y manifestaciones día sí, día también, porque no se creen las promesas de la Conselleria de Educación. Sencillamente, porque no se cumplen.

Mal favor hace Fabra a sus propios alcaldes, tras la promesa de inversiones y plazos de construcción concretos para 2015, por el conflicto que les genera con sus convecinos a los que prometieron soluciones como compromiso electoral.

Con este tipo de incumplimentos, además de generar rechazo y descontento entre la ciudadanía, provoca inseguridad y desconfianza entre sus mismos cuadros y prescriptores electorales a los que deja sin espacio ni recursos para la maniobra.

Como ya apuntaba el otro día en relación a este tema, si la clase política quiere recuperar credibilidad no puede incumplir las promesas que realiza. Y si por la razón que sea, esta promesa que se preveía factible no puede cumplirse, hay que dar la cara y reconocerlo. Dar largas es lo peor, porque al final siempre se le ve a uno el plumero.