Puede que el Gobierno socialista tomara algunas decisiones inesperadas. Puede que, ante las amenazas sobrevenidas, ciertas medidas no fuesen las previsibles desde un planteamiento progresista convencional. Sucedió en el último tramo de una legislatura mientras se intervenían las economías de Grecia, Irlanda y Portugal. Vivimos en una Europa donde apenas subsisten dos gobiernos socialdemócratas. El resto de naciones comparten y acatan un ideario político y económico moldeado por los intereses de los bancos alemanes y franceses. Ellos gobiernan el continente. Su modelo maneja el mundo. Acaso hacia la deriva. España logró mantenerse a salvo de una intervención cuyas consecuencias hubiesen sido trágicas. Las exigencias del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de las instituciones que nos estarían tutelando habrían erosionado mucho más las constantes vitales de nuestra cohesión social.

Pero bien distinto, radicalmente distinto, es lo que estamos viviendo ahora. Ahora hay premeditación y conocimiento de causa. “Vamos a hacer una reforma laboral durísima que causará una huelga general…”, “será una reforma laboral muy agresiva…”. Efectivamente, los micrófonos captaron sendas conversaciones del presidente del Gobierno y del ministro de economía del PP. Así lo relataban ante sus colegas europeos para autoreivindicarse como tipos serios. Esa es la estampa de la Europa subordinada a los banqueros y a los poderes que no pasan por las urnas. Ahí, sin rechistar, se inscribe ya España.

La reforma laboral que ha presentado el PP no crea ni creará empleo. Ninguna legislación genera la motivación suficiente para hacerlo. No hay base empírica que confirme que con las leyes laborales se combate el desempleo. Aquí se llegó teóricamente al pleno empleo con las leyes laborales que teníamos. Otro dato, con idéntica legislación hoy en España, hay autonomías con un 10% de paro y otras con el 30%.

Para generar expectativas de empleo debería estimularse el crecimiento económico facilitando el crédito y motivando el consumo.

Aunque pretenden aparentar que son gestores que anteponen las soluciones pragmáticas y la eficacia a la política, esta reforma del PP presenta un calado ideológico sin precedentes, desconocido en nuestra historia. Entre otros muchos aspectos criticables, la reforma liquida 30 años de equilibrios en la construcción democrática de las relaciones laborales. Sencilla y directamente, se le da un manotazo a los representantes de los trabajadores decantando absolutamente la balanza en favor de la patronal. No es casualidad que en estos momentos el PP y sus terminales mediáticas estén protagonizando una cutre y vergonzante campaña de desprestigio contra los sindicatos y los sindicalistas.

Otra consecuencia detestable de la reforma se compadece mal con los propósitos de toda economía moderna y avanzada. La reducción de salarios y la poda de derechos no pueden ser jamás parte de la solución. Así se restringe el poder adquisitivo, el consumo y, consecuentemente, la demanda, el crecimiento y… el empleo. Cerramos un círculo vicioso que no hay por dónde cogerlo.

Nuestra economía no puede competir en precios ni en salarios. Esta reforma solo prevé mejorar la competitividad de las empresas vía recorte de salarios y derechos. Habíamos asumido junto a expertos y agentes sociales y económicos que ese no era el camino. Además, siempre habrá algún otro país en este mundo global que rebajará más, degradará más y esclavizará más.

Lo que correspondería hacer es abordar con determinación y fuerza otro enfoque de las cosas. Salir de la crisis y hacerlo con bases nuevas para evitar futuros males, nos obliga a otro tipo de agenda y de medidas. Tales como mejorar la productividad, invertir en educación, innovación e investigación, reindustrializar, etc. Todo aquello que no aborda un gobierno que no iba a abaratar el despido (la reforma se ceba en ello) ni a subir los impuestos (atentos al IRPF). H