Cuentan que el Gobierno español quiere retirar las cabinas de teléfonos públicas que aún quedan en pie. La noticia sorprenderá a más de un lector, quien tal vez creía que a estas alturas ya no había ninguna. Como vamos todo el día mirando el móvil, hemos dejado de verlas, pero siguen ahí. Hace tiempo que no veo a nadie que llame. Años atrás había vecinos del barrio que las utilizaban para hacer llamadas internacionales: los oíamos gritar de madrugada, cuando la ciudad estaba silenciosa y comunicaban con algún país tropical para preguntar por la familia. Luego vinieron los locutorios, esos receptáculos de melancolía, y la privacidad ganó la batalla.

Las cabinas son tan discretas que ni siquiera atraen a los actos vandálicos. Los únicos que se acercan son los vagabundos de más edad, que todavía hacen ese gesto mecánico de mirar si alguien se ha dejado una moneda. Hay toda una generación que no ha llamado nunca desde una cabina, que no sabe qué significa que se te corte la línea en plena conversación, o que no te devuelva el cambio. Son los mismos que no han visto nunca una guía telefónica. Y eso que con ese aire de mamotreto y la letra minúscula, las guías eran una buena metáfora de la vida urbana: miles de vidas amontonadas en un espacio y a su vez perfectamente distinguidas por un número, como un catálogo de novelas posibles de Paul Auster.

En algunos países lograron que las cabinas fueran un emblema nacional, como las de color rojo que hay en el Reino Unido, o las de Brasil, conocidas como orelhao, con una gran acústica para las ciudades ruidosas. En cambio, las cabinas de teléfono españolas nunca fueron muy apreciadas. Olían a orina y en verano se convertían en una sauna. Antes de que desaparezcan del todo, tal vez habría que hacer una última llamada como despedida. Estaría bien que alguien diseñe una aplicación para localizarlas con el móvil.

*Escritor