Seguramente, uno de los valores más valiosos de la naturaleza humana lo constituye la dignidad de la persona --“valor de valores” suele decirse-- de la que emana el respeto, la integridad y la justicia, la benevolencia y la utilidad. Por ello es indigna e indignante la dignidad negada, históricamente, a más de una clase social determinada o a personas, sin más. Judíos, gitanos y homosexuales fueron desposeídos de su dignidad en la época nazi. Incluso, como justificación, se llegó a decir que los esclavos no eran personas, sino objeto de “cosificación”, cosas. Así, se intentaba acallar la conciencia. Y en nuestra época muchas otras personas se ven también negadas de este valor. El mismo Papa Francisco acaba de decirlo en otro contexto: “sin trabajo no hay dignidad”. Lo cual resulta in-dignante para quienes propician estas situaciones.

Decimos continuamente que estamos en crisis, refiriéndonos especialmente a la económica, pero lo que nos duele más todavía no es la situación crematística que, con ser importante, se ve superada por la crisis axiológica, la falta o ausencia de valores. Esto es lo in-dignante. Tal vez si resolviéramos esta última crisis se nos otorgaría, por añadidura, la solución a la otra. No es ninguna necedad: corrupciones y concomitantes son, en definitiva, inherentes a los valores, mejor, a los antivalores. Cuando este lastre desaparezca la nave se elevará.

Se olvida con frecuencia que la dignidad es un valor absoluto e inviolable de la persona como merecedora de respeto incondicionado. “No hagas a los demás --afirmaba el célebre pensador alemán Immanuel Kant-- lo que no quieras que te hagan a ti”. Máxima que ya el cristianismo había adelantado: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero, por desgracia, sigue habiendo otras esclavitudes en donde ese amor se ha trocado en odio. Un primer mundo gobierna al segundo y al tercero y hasta el cuarto: hay dignidad, pero, especialmente --al menos por el número-- multitud de indignados. Y no sirve aquello que alguien dijo de que el digno sufre, pero su dignidad le consuela, aunque en el fondo sea cierto. También es verdad --aunque esto no resuelva el problema--, decía Abraham Lincoln, que “es difícil hacer a un hombre miserable, mientras sienta que es digno de sí mismo”. H